A estas alturas de la película, Francisco Correa, el empresario que pone nombre en alemán a la mayor trama de corrupción política de la democracia española, no acaba de entender por qué se sienta en el banquillo de los acusados. Y tiene lógica que piense así. Su lógica. Ensu comparecencia en la Audiencia Nacional, el cabecilla de la trama Gürtel alzaba mucho las cejas, como remarcando la obviedad de sus palabras, cuando detallaba los regalos que hizo en el pasado a cargos públicos del PP a cambio de las contratas que estos le conseguían. “Era lo normal, lo que hacía con otros empresarios que me daban trabajo, lo que hace todo el mundo. ¡Si hasta el Corte Inglés tiene un departamento de regalos de empresa!”, clamaba apelando al sentido común.

La extrañeza de Correa al verse procesado por hacer “lo normal’revela una forma de funcionar de cierto sector del empresariado español, que él refinó al máximo, según la cual el dinero y las ganancias son el lubricante que todo lo suaviza y el maná que todo lo justifica. Si hay que untar a un funcionario para conseguir una obra, se le unta y listo; si hay que hacer un pago sin declarar para devolver un favor, se tira de caja fuerte y arreglado. No hay distinción entre dinero blanco o negro, ni entre empresario particular o cargo público. Todo vale si sirve para engordar la hucha.

Como quien explica su secreto para cocinar unos buenos canelones, Correa hablaba este jueves de cajas b, trucos para evadir al fisco y entregas de sobres llenos de billetes a políticos. Vamos, lo normal. ¿Y por qué no iba a serlo, si operar así durante años le había permitido hacerse millonario y ser uña y carne de algunas de las figuras más destacadas del PP madrileño y valenciano? Alguien que teme estar actuando mal disimula o se esconde, pero a Correa le hacía gracia que su red de conseguidores y palmeros le llamaran 'Don Vito’. Que ganar dinero a espuertas está bien, pero no hay nada como presumir de ser un artista afanando.

UN UNIVERSO DE LUJO

Con esa arrogancia y ausencia de mala conciencia, el empresario nacido en Casablanca (Marruecos) en 1955, que entró de botones en un hotel a los 13 años, había logrado construir a su alrededor un universo de alto standing en el que los yates, las fiestas y los viajes de lujo servían tanto para el disfrute propio como para mantener bien engrasada su maquinaria de favores y pagos bajo cuerda. Lo suyo era hacer dinero, del color que fuera, lo que incluía disponer de un entramado empresarial que igual le valía para apropiarse de una obra pública, previo pago de comisiones, que para organizarle al Partido Popular el atrezzo de sus mítines.

Con todo, la materia prima que permitió a este 'bon vivant' con ojo de lince ascender hasta lo más alto fue su mano izquierda para las relaciones sociales. Correa no necesitó que ningún gurú de las finanzas le contara que la información es la gasolina del siglo XXI para saber que su porvenir dependía de hacerse amigote de los que manejan el cotarro. En el compadreo estaba el tesoro, y al intimísimo de Alejandro Agag le podían ganar en el dominio del reglamento fiscal, pero no en olfato para detectar el precio que tiene cada individuo.

Según confesó en su declaración ante el juez, el día que la policía se presentó en su chalé de Sotogrande para llevárselo esposado, le preguntó a los agentes qué diablos era eso del cohecho. Resulta que llevaba toda su vida practicándolo sin saberlo. La fiscalía le reclama 125 años de cárcel, pero él sigue sin entender cuál es su delito. “Me he dedicado a hacer lo que hace todo el mundo. En este país hay miles de Correas”, suspiraba ante el tribunal.