El cadáver de Benito Mussolini rondó durante 12 años por lugares tan inverosímiles como el maletero de un coche, un armario o el rincón de un convento, hasta llegar a manos de su familia, que lo reposó en una cripta en el camposanto de San Cassiano. Los restos del dictador chileno Augusto Pinochet fueron incinerados y dados a los suyos para adentrarlos en una capilla familiar privada, tras serle negado un funeral de Estado y su soñado mausoleo. Un destino similar tuvo el argentino Jorge Videla, que murió encarcelado cumpliendo condena por crímenes de lesa humanidad. Su cuerpo fue sepultado en un cementerio sin referencias a su identidad, bajo la lápida de la Familia Olmos. Los restos de Adolf Hitler, según la versión oficial, fueron quemados y enterrados, aunque hay quien sugiere que los lanzaron al río Biederitz.

Una suerte bien diferente corrió el féretro de Francisco Franco. Dejó bien atado su futuro en el Valle de los Caídos, enterrado entre honores como sucede en Rusia, Corea del Norte o China. «El mausoleo le dio continuidad como un jefe de Estado glorificado. Su tumba indica que la transición no rompió con el franquismo, sino que fue una continuación que le seguía legitimando», sentencia la profesora de Derecho Internacional Público de la UB, Rosa Ana Alija.

La docente dibuja en tres líneas por qué Franco logró esta veneración: el momento histórico, con una especial voluntad de que España se integrarse en la comunidad europea; la política exterior, ya que futuros aliados veían en el país codiciosos intereses políticos y económicos; y la poca cultura de defensa de los derechos humanos en aquel entonces. Convenía pasar página cuanto antes y adentrarse en forjar una nueva democracia.

El profesor de Historia del Derecho en la UPF, Alfons Aragoneses, vincula la «naturalización» de la dictadura con una campaña orquestada durante los años 60, liderada por Manuel Fraga, bajo el eslogan 25 años de paz. «Difundieron documentales que exaltaban la supuesta modernización lograda a partir de un crecimiento económico para que el mensaje fuese calando», lamenta.

El profesor de la Universidad de Barcelona, David Bondia, hurga en la «amnesia a la que se sumió a la población española para impedir una depuración de las responsabilidades del franquismo». «La dictadura se termina con un pacto que mantiene a muchos en órganos de poder desde los que impedir cualquier investigación», afirma, y recuerda que en los países en los que se han impulsado procesos de verdad, justicia y reparación «no hay símbolos de exaltación» porque más allá de las condenas a sus responsables, «la población ha podido conocer lo que pasó».

Defiende que el franquismo aún puede ser sentado en el banquillo, como sucedió en Alemania, porque los crímenes por lesa humanidad no prescriben. «Cuando se cuestiona el legado de Franco y se asume que ha violado los derechos humanos, el cuerpo del dictador pierde la legitimidad para reposar en un espacio público del Estado», añade Alija. Bondia cita al argentino Carlos Nino y su exposición sobre el juicio al mal absoluto: «Si la exhumación es un gesto cara a la galería, es un fracaso. Debe ser una puerta abierta a comenzar a depurar responsabilidades», zanja.