Tratar de tender puentes con quien, durante meses y meses, ha proclamado a los cuatro vientos que la regeneración en España sólo llegará el día que abandones la política no debe ser fácil. Espuro pragmatismo y afán de supervivencia extremo. Eso es precisamente lo que está exhibiendo Mariano Rajoy en estos días al buscar la complicidad de Albert Rivera, el hombre que sueña con adueñarse, a largo plazo, del territorio electoral conservador. Y que ha pedido su cabeza política cada vez que ha tenido ocasión.

También llamativo y complejo es el papel que se va diseñando para sí mismo el propio Rivera en este laberinto de la investidura: pasar de alcanzar un pacto con los socialistas ante el fallido intento de llegar a La Moncloa de Pedro Sánchez, hace apenas unos meses, a aceptar que ahora debe mantener un canal de comunicación estable y permanente con Rajoy, hasta ahora el objeto de sus críticas más severas, si quiere seguir haciendo gala de hombre pactista dispuesto al sacrificio «por el bien de España».

¿Están Rajoy y Rivera condenados a entenderse aún pugnando por el mismo espacio electoral? Pues parece que, a corto plazo, a ambos conviene, pese a que en lo que va de 2016 han llegado a compartir actos oficiales en los que apenas se dirigieron un saludo. Pero ahora les interesa el deshielo. O al menos, intentarlo. Al líder popular porque quiere ser reelegido como presidente del Gobierno sin tener que pasar por un tercer examen en las urnas. Al de Ciudadanos, porque tiene delante la oportunidad de influir con 32 diputados y vértigo ante otras generales, en las que podría seguir dejándose escaños por el hastío del votante.

LA CORRUPCIÓN

Ambos han dado la pasada semana un «primer paso»para ir triturando la distancia personal que los separa, que siempre ha sido indisimulable. Un Gobierno bien vale un esfuerzo. Se sentaron frente a frente en una sala del Congreso, esta vez separados por una mesa redonda y con papeles e intenciones de avanzar por delante. Pero con límites, al menos por parte del jefe de los naranjas, que prefiere posponer las negociaciones de calado para después de una investidura y que sigue negándose a involucrarse en un futuro Ejecutivo popular al que persigan en los tribunales los casos de corrupción. A los conservadores, en este sentido, les aguarda un duro otoño. Pese a todo eso, Rajoy salió del encuentro del miércoles tres de agosto bastante optimista. Rivera, algo menos negativo y frío que en citas anteriores, que ya es algo.

Ese mismo miércoles el presidente popular reunió a su comité de dirección después de haberse reunido con el responsable de C’s. Tan sólo 24 horas antes había hecho lo propio con el socialista Pedro Sánchez. En ese cónclave interno confesó, según fuentes de su entorno, que veía cada vez menos probable cumplir con su deseo de poder convocar con garantías de éxito una sesión de investidura a finales de agosto porque aún habría de dedicarle tiempo a«recuperar la confianza» del capitán de Ciudadanos. Con quien puede haber roto el hielo, pero poco más.

Pero no sólo Rajoy tendrá que hacer esfuerzo. También sus compañeros, los que se reían del «naranjito» o los que, el día en que Sánchez intentó la investidura en el hemiciclo avalado por Rivera, tacharon a a éste último de «traidor» o «niñato». El jefe de C’s, por su parte, ya no pide que Rajoy se vaya. Aunque apuntan los que le conocen que ganas, le siguen sobrando.