Aunque sabe que solo es el aperitivo de la legislatura, Pedro Sánchez ha convocado con rapidez a los líderes de los partidos españoles (de mayor a menor y con exclusión de Vox). Su relación con Pablo Iglesias es otra cosa, pero recibiendo primero a Pablo Casado, el líder de la oposición, y luego a Albert Rivera, el líder de Ciudadanos que ha subido escaños, Sánchez ha querido rebajar el clima de gran crispación de los últimos meses y de la campaña electoral. Tomar el pulso a las dos derechas y tomar nota de sus divisiones.

Quizás por ser el zarandeado (ha perdido la mitad de sus votos y diputados), el líder del PP ha sido el más receptivo y el que ha tenido más tiempo y un mejor trato formal. Pablo Casado ha modulado bastante su tono porque sabe que los excesos de los últimos meses (lo de felón y traidor a España) no le ha sido rentable y además dentro de su partido le piden más moderación.

Flota en el PP cierto sentimiento de culpa por el pecado aznarista y un inicio de nostalgia de Mariano Rajoy. Casado sabe que un mal resultado en las municipales, autonómicas y europeas puede ser su tumba y necesita recuperar algun kilo de moderación. Por eso incluso se abrió a que algún grupo constitucionalista se abstuviera en la investidura de Sánchez para evitar forzarle a pactar con separatistas, pero curiosamente no reclamó ese papel para el patriótico PP sino para Cs. Voluntad de bajar la crispación o intento -algo infantil- de que Cs abandone el club de la derecha. De momento, mas bien lo segundo.

Rivera mereció menos tiempo y una sala de menor rango protocolario. No es el líder de la oposición y Sánchez sabe que quiere guardar las formas lo mínimo posible.

Lanzado a despojar al PP de su estatus de gran partido del centro-derecha y con solo nueve diputados menos -tras haber pasado de 32 a 57 frente a los 66 del PP- Rivera sabe que las elecciones del 26-M son cruciales.

Si en las europeas (circunscripción única) logra superar al PP, del que le separa solo menos de un punto, y le arrebata además la emblemática Comunidad de Madrid (posible) y, no digamos el ayuntamiento (más difícil), haría entrar al PP en una grave crisis interna. Con o sin cambio de líder porque Alberto Núñez Feijóo no es de este mundo (no es diputado).

Por eso Rivera no hará gestos conciliadores. Por eso la propuesta de pacto que enarbola -volver a exigir la aplicación de otro 155 en Cataluña- es una forma de decir que no quiere ningún pacto. La cara de perro con el PSOE puede convenirle, pero lo del 155 parece absurdo porque la desinflamación ha favorecido más que perjudicado a Sánchez en las elecciones.

Tras el 26-M, otro capítulo. ¿Qué le interesará más a la derecha: intentar ahogarle para ver si se entrega a Iglesias y si naufraga mejor, o darle algo de aire un cierto tiempo, el oscuro objeto de deseo del empresariado que Antonio Garamendi ha verbalizado?

A la derecha política española le ha molado siempre más el aguijoneo duro y diario que el cálculo a medio plazo. ¿Es Rivera, como era Casado, de la escuela Aznar?