Cuando Pedro Sánchez recuperó el liderazgo del PSOE, parecía un dirigente nuevo. Alguien muy distinto al candidato que se lanzó a la Moncloa con una gigantesca bandera de España y después selló un fallido acuerdo con Ciudadanos para alcanzar la presidencia del Gobierno. Alguien que venía de inmolarse por no colaborar en la continuidad de Mariano Rajoy, que cargaba contra el Ibex 35, defendía una alianza con Podemos y abogaba por el reconocimiento de Cataluña como nación.

Un año después de aquel 21 de mayo en el que arrasó a Susana Díaz en las primarias socialistas, Sánchez ha vuelto a cambiar. No busca un acercamiento a Pablo Iglesias y desde luego no insiste en la plurinacionalidad. Al contrario.

En los últimos tiempos, el líder socialista ha vuelto a reinventarse con duras propuestas frente al desafío independentista. Sánchez se ha mostrado partidario de una aplicación «contundente» del artículo 155 de la Constitución. Ha defendido una reforma del Código Penal para que el delito de rebelión, que en la actualidad exige violencia, pueda aplicarse al escenario catalán. Ha anunciado una iniciativa para que los cargos públicos acaten la Constitución y muestren respeto al Rey. Y ha dicho que el nuevo president, Quim Torra, es el «Le Pen español».

La nueva metamorfosis de Sánchez obedece a dos factores fundamentales. Por un lado, a las circunstancias. Se trata de un «esfuerzo sincero» por parte del secretario general, explican en su entorno, de responder al independentismo catalán. Esa, según un dirigente cercano, es la principal característica de su segunda etapa como secretario general: el «giro al sentido de Estado», pasando «de la plurinacionalidad al 155».

Pero el PSOE también vive con impotencia el escaso eco de sus propuestas. Los grandes debates sociales de los últimos meses han sido las pensiones y la igualdad, pero esta vez el partido no las ha capitalizado. Esta presunta irrelevancia se ve reflejda por los sondeos, que colocan a los socialistas por detrás de Cs y del PP.