Pedro Sánchez cierra la primera ronda de negociaciones con todas las cartas repartidas. La decisión de Ciudadanos de no moverse del rechazo a la investidura, junto al previsible no de Coalición Canaria y Unión del Pueblo Navarro, obliga al candidato a la presidencia del Gobierno a entregarse a fondo ahora para allanar la abstención de ERC y, sobre todo, llegar a un pacto con Pablo Iglesias. Los líderes del PSOE y Podemos coinciden en que tienen que ponerse de acuerdo, pero aún se encuentran muy lejos de entenderse.

El proceso se prevé complejo. Sánchez no tiene alternativas: necesita el apoyo de los morados, pero continúa rechazando su entrada en el futuro Ejecutivo. Iglesias teme que el PSOE barra a Podemos si apoya al Gobierno y no se puede anotar victorias en ministerios propios. La relación parece entrar en la fase «confía, pero verifica», el proverbio ruso con el que Ronald Reagan resumió la etapa de deshielo con Mijaíl Gorbachov, cuando la guerra fría había terminado oficialmente pero el recelo no.

La decisión última la tomará Sánchez, pero el arranque de las negociaciones ha hecho aumentar el número de colaboradores del presidente que descartan la coalición que exige Iglesias. Argumentan que el podemista no tiene suficientes escaños para garantizar la mayoría absoluta. Marcan las diferencias con la Comunidad Valenciana, donde llegaba con la suma entre el PSPV, Compromís y Podemos. Por este motivo, aunque Iglesias fue rápido en pedir ese mismo modelo cuando se firmó la reedición del pacte del Botànic, el Ejecutivo plegó velas. «Serán modelos distintos», subrayó el secretario de Organización, José Luis Ábalos. «Se da en Valencia, en ningún sitio más», confirmó la vicepresidenta en funciones, Carmen Calvo. Nada hay concreto sobre qué fórmula podría ser, pero lo cierto es que los socialistas mencionan, como mucho, la presencia de «independientes» consensuados con Iglesias.

No es el único argumento en contra de la coalición. Los socialistas admiten que no estarían «tranquilos» con Iglesias, o alguno de sus colaboradores, en el Consejo de Ministros, cuyas deliberaciones, en las que se abordan cuestiones de Estado más allá de las decisiones ejecutivas o de impulso legislativo, son secretas. Temen que los morados manejen esa información con interés partidista.

En el PSOE sopesan también qué impacto podría tener que ambos partidos discrepasen en temas clave. Sobre todo, Cataluña, donde el entorno de Sánchez anticipa un final de año «muy caliente» tras la sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés. Un desencuentro reciente vino a confirmar sus miedos: la decisión de la Mesa del Congreso de suspender a los diputados independentistas presos. El PSOE la aprobó con los votos favorables del PP y Cs, pero Unidas Podemos la rechazó. Los socialistas sospechan que esa divergencia de opiniones podría acabar siendo una constante en la hipotética coalición. También subrayan que la permanente reestructuración de Unidas Podemos, con cargos depurados por Iglesias, se acabase transformando en una crisis de Gobierno. «No debería siquiera atreverse a pedir la coalición con esos resultados», sostienen fuentes gubernamentales.

Iglesias también ha analizado pros y contras. Quiere rentabilizar al máximo sus malos resultados, amparado en el «con Rivera no» de las bases socialistas. La cúpula morada ve indispensable la coalición. Según su análisis, apoyar al Gobierno de Sánchez les va a causar cierta erosión cuando tengan que asumir crisis en temas sociales. Para contrarrestar ese desgaste, sostienen, necesitan ministerios desde donde se puedan apuntar victorias que se asocien a la marca morada. Si no consiguen esos triunfos, admiten, el PSOE les puede «barrer en cuatro años».

No es baladí, tampoco, la organización interna. Los resultados del 28-A y el 26-M han dejado a Unidas Podemos en los huesos en cuanto a cargos y subvenciones. Ocupar ministerios implica no solo proyección pública sino, también, una arquitectura de recursos. En Podemos se da por hecho que si Iglesias no logra ministerios emprenderá su retirada para dejar el partido a Irene Montero. A fin de cuentas, siempre defendió que su paso por la política sería un tránsito.