Puede que Pedro Gil Calonge, natural del pueblecito soriano de Tajahuerce, se creyera afortunado cuando, en 1936, lo movilizó el ejército franquista y, en vez de destinarlo a primera línea, lo puso a cavar trincheras. En el frente de Tardienta, ese era el privilegio de los casados y con hijos. Pero una bala perdida le alcanzó en la cabeza el 1 de julio de 1937. Cuando llegó al hospital de Zaragoza, apenas vivió media hora más.

Su familia estuvo siempre convencida de que Pedro tenía tumba propia en el cementerio zaragozano de Torrero. Pero hasta el 2008 no supieron que su cuerpo había sido exhumado y llevado al Valle de los Caídos. Ahora sus nietos Rosa y Héctor Gil empiezan a ver posible recuperarlo, llevarlo a la sepultura familiar, cumplir con el deseo de Silvino, padre de ambos, «que aún vive, y que nos ha ayudado en estos 12 años de búsqueda de cosas del abuelo», cuenta Rosa.

Estos descendientes de un soldado nacional conocieron ayer a parientes de asesinados del bando republicano que comparten con Pedro Gil la enorme tumba que construyó el franquismo. Antes, solo sabían unos de otros por la prensa. Ayer, tras un viaje agotador para todos, comieron juntos en un restaurante de la localidad madrileña de Guadarrama.

Sobremesa de recuerdos

La sobremesa se llenó de las mismas historias que por la mañana, impactados por la afluencia de tantas cámaras y micrófonos, los familiares fueron desgranando a la puerta del monumento.

Entre ellas, las de Purificación Lapeña Garrido. Puede que, de todas las humillaciones que tragaron sus parientes, quizá la que más le duele es saber que, durante lustros, por el día de difuntos han estado llevando flores a una fosa vacía.

Por orden del gobernador civil franquista de Zaragoza, los cuerpos de su abuelo y su tío abuelo Manuel y Ramiro Lapeña Altabás, militantes de la CNT en Villarroya de la Sierra (Zaragoza), fueron extraídos en 1959 -el del primero, de un barranco de Calatayud; el del segundo, del cementerio de la ciudad aragonesa- y llevados juntos con los de millares de «caídos» (o más bien derribados) hasta Cuelgamuros, término de El Escorial, una atalaya de granito que mira hacia la ajetreada ciudad de Madrid.

«Hoy también se abre un camino para los demás», dice Purificación. Se refiere a los que no han conseguido aún permiso judicial de exhumación. Como Silvia Navarro, portavoz de la Asociación de Familiares pro Exhumación de Republicanos del Valle de los Caídos, que aún busca los restos de José Antonio Marco, su abuelo, y que espera que los trabajos iniciados «sienten un precedente».

O como Francisco Cansado, sobrino nieto de Antonio y José Cansado, los Cachupitos. Con ese mote, en Ateca (Zaragoza) se conoce a una familia famosa por sus desaparecidos. Antonio, concejal de la UGT, fue llamado al Ayuntamiento en septiembre del año 1936. «Le dijeron que cenara antes en casa, y que llevara una manta, pues pasaría allí la noche -relata Francisco-. Ya no volvió. A la mañana siguiente, cuando su hermano José fue a preguntar por él, lo metieron también en el camión». Los dos hermanos fueron fusilados en Morata de Jalón un mes después.