El Parlamento vive en esta legislatura una sacudida que los politólogos investigarán en sus tesis para dilucidar las consecuencias de la llegada de nuevos partidos a las instituciones. La primera, si la introducción de códigos callejeros en las moquetas seduce a electores o los ahuyenta. Dos, si ese lenguaje rudo es productivo o bien eclipsa lo trascendente del trabajo político. Y tres, los efectos de primar la personalidad del líder a la defensa de las ideas.

Gabriel Rufián es plenamente consciente de la pugna entreformalistas y rupturistas, y sabía que iba a alimentar esa pólvora que corre por las historiadas alfombras del Congreso desde el 20-D consu intervención del miércoles. El portavoz de ERC la preparó a conciencia. Su intuición le dijo que el exdirector de la Oficina Antifrau de Catalunya, Daniel de Alfonso, saltaría si él le azuzaba al preguntarle por la ‘Operación Cataluña’ y preparó un interrogatorio áspero, acelerado además porque solo contaba con quince minutos para el formato pregunta-respuesta. Si de Alfonso divagaba, se ‘comía’ su tiempo.

Le llamó “mamporrero” y le atosigó hasta hacerle estallar. “Si faltar al decoro es decir ‘gángster’, discrepo. Intenté ser punzante porque sabía que nadie más lo haría. Quise que se reflejase quién es este personaje que vive instalado en la más absoluta impunidad”, explica a este diario.

Su interrogatorio levantó ampollas. En el receso, el presidente de la Comisión de Interior, Mikel Legarda (PNV), le pidió que rebajase el tono y también reprendió a los diputados del PP por actuar como ‘hooligans’. Los republicanos cerraron filas, pero la tormenta ya estaba desatada y llovía sobre mojado: la presidenta del Congreso, Ana Pastor, ha transmitido en varias ocasiones el malestar por conductas impropias, “payasadas”, según calificó en una entrevista en La Razón.

'EL SHOW'

Con este mar de fondo, PP, PSOE, Ciudadanos y el PDECatrechazaron este jueves en la entrada al pleno los modos de Rufián, pero pasaron por alto la soberbia insultante empleada por De Alfonso yJorge Fernández-Díaz en varias de sus respuestas. “Es un estilo lamentable de hacer parlamentarismo. Acaba degenerando en quién es capaz de hacer el mayor número de insultos”, reprochó el portavoz popular, Rafael Hernando. El representante socialista en la comisión, Antonio Trevín, opinó que hay grupos que anteponen el “espectáculo" a la información. Toni Cantó

(Ciudadanos) defendió "mantener ciertas formas", frente al "show o la mala educación”. El coportavoz del PDECat Carles Campuzanoafeó que "se puede ser duro sin tener que faltar el respeto a nadie”.

En Unidos Podemos coexisten opiniones divergentes. Pablo Iglesias, defensor de los modos ásperos, arropa a Rufián. "Lo grave es que el ministro del Interior mintiera y ordenara investigar a la oposición; lo que diga el señor Rufián, mire, cortina de humo”, opinó.Xavier Domènech, líder de En Comú Podem, considera que la intervención del republicano “no podía sorprender a nadie” e incide en que “la reacción de la bancada del PP fue totalmente exagerada”.

DISCREPANCIAS EN PODEMOS

Destacados dirigentes de la cúpula de Podemos, errejonistas y pablistas, opinan que las broncas en las instituciones les perjudican porque ocultan el fondo del discurso político y les relega a la categoría de partido protesta. Algunos de ellos -afines a Iglesias- estudian plantear su queja al secretario general, mientras que otros asumen que es un error, pero prefieren pasar página y centrarse en el trabajo. Los ‘comuns’ tampoco acaban de sentirse cómodos. “Somos quienes somos y venimos de donde venimos, no hay que negarlo, pero si solo somos una bronca permanente quedaremos arrinconados”, admiten.

Rufián defiende que sus formas reflejan el “choque cultural” provocado por clases que han entrado en las instituciones con un lenguaje de la calle. Es una lectura próxima a la que hace Iglesias, quien minimiza el apercibimiento del Congreso a su diputado Diego Cañamero por exhibir carteles delante del rostro del ministro de Justicia en el pleno.

La pregunta en el aire es si se puede o se debe fijar una frontera: la que separa hacer un guiño irreverente -para seducir a un electorado que huye del 'establishment' de formas rancias-, del respeto inexcusable a las instituciones democráticas y a quienes las representan.