A escasas horas de las generales alguien se acercó a Pedro Sánchez y le preguntó qué partidos esperaba que le apoyasen en la investidura. Perplejo por cómo se le planteaba la cuestión, el líder socialista la corrigió con un gesto de cierto reproche. «Yo no estoy pensando en quién me va a dar un respaldo en la investidura. Yo estoy pensando en un Gobierno a cuatro años. Es lo que el país necesita. No podemos estar repitiendo elecciones», zanjó.

La anécdota revela parte de la idea que Sánchez tenía en mente cuando decidió en febrero arriesgarse a adelantar las elecciones al 28-A: armar un Ejecutivo socialista sólido, capaz de implementar políticas progresistas de calado, una acción de Gobierno que le permita resignificar el viejo proyecto socialdemócrata malherido durante la crisis para reconectarlo con una ciudadanía que se echó a los brazos de Podemos y ahora está de vuelta. O dicho de otro modo, Sánchez pone las luces largas para que el PSOE pueda ensanchar su hegemonía en el nuevo ciclo político.

Con ese espíritu aborda la primera ronda de contactos en la Moncloa, hoy con Pablo Casado y mañana con Albert Rivera y Pablo Iglesias, aunque las conversaciones a fondo no comenzarán hasta que las elecciones autonómicas y municipales del 26 de mayo configuren el nuevo reparto de poder territorial. El presidente en funciones parece haber llegado a la conclusión de que Mariano Rajoy cometió un error al encarar su investidura desde el corto plazo, y él busca fórmulas que le ayuden a asegurarse una legislatura completa. El contexto le favorece: con su adversario histórico, el PP, en descomposición y Podemos sin gran capacidad de crecimiento al estar amarrado al nuevo Ejecutivo, Sánchez aspira a medio plazo a ampliar la base del PSOE.

En el corto, busca formar un Gobierno monocolor, abierto a perfiles independientes que puede consensuar con Iglesias, pero sin ceder a su reclamación de pactar una coalición. Cuando el 26-M reparta nuevas cartas, Sánchez y el líder morado ensayarán su nuevo tour de force.

PODEMOS BUSCA PODER / El jefe podemista es consciente de que con su fuerza menguada (42 diputados de los 71 que tenía) tiene difícil doblar el pulso al socialista y conseguir que le ceda carteras ministeriales. Sabe que el 28-A obtuvo un resultado insuficiente para conquistar la coalición que ansía. Con la realidad imperfecta de su resultado, Iglesias aspira ahora, por lo menos, a tocar poder en los segundos o terceros niveles de la administración: secretarías de Estado, direcciones generales. La fórmula es parecida a la del Pacte del Botànic entre el PSPV y Compromís, aunque en el caso valenciano se repartieron tanto las consejerías como los siguientes escalones inferiores.

Ahora se trataría no de construir una coalición pura (sabe que Sánchez difícilmente cederá a ello), sino un Ejecutivo con ministros socialistas e independientes pactados y un bajogobierno trenzado en el que los cargos de cada departamento se repartirían entre PSOE y Unidas Podemos. Esta fórmula establece un sistema de cierto contrapoder, de equilibrios, en buena medida porque obliga a compartir información y hace corresponsables a ambos partidos de éxitos y fracasos.

Iglesias ha llegado a la conclusión de que, con 42 diputados, necesita acceder a puestos en la administración para insuflar cierta sensación de victoria a sus militantes después de tres años horribilis. Todo parece haber cambiado. Tras la repetición electoral del 2016, el líder morado echaba mano de Marx para criticar el «cretinismo parlamentario» de quienes piensan que la aprobación de leyes en el Congreso es la única forma de lucha política. Tres años después, reclama puestos en la administración.

Sánchez, que tuvo que escuchar el criterio en grito de unos cientos de militantes la noche electoral («con Rivera no»), situará a Iglesias como socio preferente. Pero no aplicará la política de vetos. Buscará pactos de Estado en materias sensibles también a la derecha del tablero y, sin duda, aceptará manos tendidas naranjas si eso conlleva ganar o conservar poder territorial tras el 26-M.