José Antonio Griñán (Madrid, 1946) anunció en el 2013 por sorpresa que dejaba la Junta de Andalucía para evitar el desgaste de la institución por el caso ERE, convertido en arma arrojadiza por el PP en el Parlamento autonómico. Llevaba cuatro años como presidente, cargo al que llegó, pese a su perfil técnico, tras el nombramiento de su amigo Manuel Chaves como ministro y tras largos años al frente de la Consejería de Economía y Hacienda, enfrascado en peleas por la financiación autonómica.

Pero su esfuerzo resultó en balde, y la ola de los ERE se lo llevó por delante poco después al ser imputado por la jueza Mercedes Alaya. Refugiado en el Senado, la negociación con los nuevos partidos para desbloquear la investidura de Susana Díaz terminó por apartarlo de la vida política en el 2015.

Profesor de Derecho del Trabajo, Griñán llegó a lo más alto en la Junta y sustituyó a Manuel Chaves, pero ambicionó la presidencia del PSOE porque vio que las bicefalias no funcionaban, y no quería tutelas. Fue el fin de su amistad.

Pese a carecer de experiencia orgánica, supo leer el descontento con su partido y separó las autonómicas de las generales. No ganó en las urnas, pero salvó el gobierno con Izquierda Unida (IU). Tenía una idea del futuro del partido muy alejada de la del Antiguo Testamento, como se conocía a la vieja guardia, y se apoyó en gente más joven, como Díaz o Mario Jiménez.