Al parecer fue MasterChef el programa que popularizó el término y los cocineros de los discursos de Pedro Sánchez hicieron el resto. «El señor [Pablo] Iglesias vuelve a sacar el trampantojo de la gran coalición entre el PSOE y PP», clamaba el candidato socialista en los mítines, una vez por la mañana y otra por la tarde. Luego añadía que al día siguiente de las elecciones «lo que hace el señor Iglesias es impedir un gobierno progresista». Cuatro veces en cuatro años, remataba. Y la militancia se autoencendía al ver pasar por un instante la secuencia de la cal viva, la sonrisa del destino y aquella explosión de Iglesias en el combate de investidura de julio pasado: «Permítame que le haga una advertencia, con la cerrazón de no hacer un gobierno de coalición con nosotros temo que no será presidente nunca». Ahí quedó.

El trampantojo, platos aparte, es una técnica pictórica que intenta engañar a la vista y, cuatro meses y unas elecciones después, se observa con claridad que el cuadro que le pintaron a Sánchez parecía lo que no era. La proyección demoscópica de que el PSOE podía ganar casi 20 escaños más con la repetición electoral fue un cuento de la lechera y la estrategia de atraer al centro, a costa de Ciudadanos, devino en quimera antes incluso de que se pegaran los carteles.

El abrazo

Ante otro trampantojo más creían que estaban los presentes cuando vieron a los antagonistas de la izquierda fundirse en el abrazo de la reconciliación aunque, más allá de la sorpresa, aquello sí que era lo que parecía: dos hombres condenados a entenderse que hacían el propósito de acercarse.

De agarrarse el uno al otro porque el invierno viene frío tras un verano de excesos. No hubo épica en los discursos del anuncio histórico ni vocación de trascendencia.

No hubo pedagogía. Por no haber al principio no había ni bolis sobre la tapa de mármol en la que improvisaron la rúbrica de su redención. Ahíto de relatos y de palabros, Sánchez se presentó a cuerpo gentil. Firmó, sonrió, abrazó y solo él sabe lo que pensó. Pero no logró aparentar. Aquello fue lo que se vio.

Quizá sea más engañosa, ya puestos, la fortaleza de Iglesias tras la claudicación de Sánchez. Castigado en las urnas con siete escaños menos, debilitado por una y mil cuitas internas, desplazado a cuarta fuerza política nada menos que por 52 diputados de Vox, el líder morado lleva meses pidiendo entrar en el Gobierno para organizar desde la moqueta el Vistalegre III de su paso atrás.

Lo que no se le puede negar a Iglesias es la capacidad de anticipar el escenario al que el 10-N abocaría a Sánchez. Borrado el naranja de la paleta de colores del hemiciclo ese «sin nosotros no será presidente nunca» retumba casi como una maldición en los oídos de los socialistas.

No parece que vayan a volver las mayorías absolutas y el PSOE se ha quedado sin potencial aliado por el centro para gobernar España. El PSOE y el PP. La estrategia autodestructiva de Albert Rivera ha condenado a ambos a tener que mirar a sus extremos por una buena temporada. Ciudadanos. Eso sí que fue un trampantojo.