El sábado me escribió mi amigo Juanen. Lleva unos años en Nueva Zelanda, viene de vacaciones a Benicàssim y me pidió una cuna portátil o un moisés, algo así, porque ahora tiene un bebé. Yo no dije nada pero lo pensé, vaya si lo pensé, cómo podía ser que un sábado de FIB estuviéramos hablando de cunas y de bebés, y no de ese festival en el que tantas veces vimos amanecer. Cuándo dejamos de molar, me pregunté, cuándo dejamos de molar, me pregunto a menudo, y qué nos ha pasado le digo a veces a mi mujer, cuando nos arrastramos cansados hasta la cocina para picotear en las sobras de la cena apresurada que nuestros hijos han dejado a medio comer, en uno de esos días que duelen sin que sepas bien por qué. Nosotros antes molábamos, le digo, y qué nos ha pasado, añado, pero en realidad solo ha pasado la vida, solo ha pasado el tiempo y solo ha pasado que así son y serán las cosas siempre, una y otra vez.

El FIB, que cambiará de manos viejo pero vivo, conservaba un capazo de virtudes, pero acumulaba unos cuantos problemas de más. Uno era intangible y emocional: había dejado de molar. Y los festivales no están para recordarnos cómo es la vida, sino para invitarnos a una realidad mágica del cómo debería ser en un mundo ideal. Nadie paga por ver su propia decadencia en un espejo, aunque el envoltorio huela muy bien. El FIB no tenía derecho a ser como nosotros, a perder y a dejar de molar, y algo serio había crujido este año porque el pinchazo ha sido crudamente real.

De un tiempo a esta parte, el FIB no solo tenía que competir con otros festivales, o con otras ofertas de ocio hedonista. El FIB luchaba cada año contra sí mismo, que es lo más difícil, porque la memoria filtra a conveniencia y alimenta la nostalgia. El FIB del pasado se ha idealizado tanto que los últimos palidecían al comparar. El FIB, que coleccionó durante lustros un glorioso álbum de cromos de figuras esenciales en la cultura popular, era víctima de sus propia expectativas. Descabalgado entre generaciones era caro para los jóvenes e incómodo para los puretas, estrujado entre nacionalidades era un festival guiri para los de aquí y un festival de paso para los de allá. El FIB no dejaba en esta nueva generación, ni de lejos, la huella que dejó en la anterior. Antes era la mejor semana del año, era el sitio en el que había que estar, y estos días era casi un festival más. Necesitaba un giro y lo necesitaba ya. Igual nadie sabe cómo, pero este era un roto que convenía remendar.