Como estamos en la era de la urgencia y del aturdimiento, un modo de hacerse notar es irse al otro extremo: la ralentización, la pausa dramática, el silencio. En la música, ahora manda el goteo constante de novedades, canciones que luego se agrupan en álbumes (o no), pero ahí quien más llama la atención es quien puede permitirse callar sin avisar. El parón en seco, y que el mundo se pregunte indignado por qué te has esfumado, y que los fans se estiren de los cabellos maldiciendo tu sombra. Mientras, el artista se relame observando con un binóculo desde su resort en el Océano Índico el revuelo que ha armado el enésimo retraso de su nueva obra maestra.

La única pega es que ese método está solo al alcance de los titanes del mercado musical, como Rihanna, una cantante que nos acostumbró al régimen de un nuevo disco cada año hasta que, una vez convertida en estrella, procedió a dictar ella las normas y a establecer los plazos. Su último disco, Anti, salió hace cuatro años, y el sencillo más reciente, Lemon, ya tiene más de dos. Desde entonces, los medios especulamos cada principio de temporada con la inminente aparición del trabajo de marras. Llueve sobre mojado. La artista se lo toma a pitorreo y se mofa de todos nosotros: hace unos días, compartía en Instagram una foto de un perrito bailando y un mensaje que decía: Aquí estoy yo escuchando mi noveno álbum y negándome a publicarlo. Rihanna lanzó en su día Anti sin avisar, con lo cual es previsible que pueda volver a hacerlo otra vez.

Otra figura cuya desaparición tiene a sus admiradores comiéndose las uñas es Adele, cuya última señal discográfica se remonta a noviembre del 2015, cuando vio la luz su tercer álbum, 25. La británica coincide con la estrella de Barbados en su sentido del humor y en su gusto por vacilar a sus atormentados fans: hace unos meses anunció, también en Instagram, que el nuevo trabajo, supuestamente titulado 30 en alusión a la edad en que compuso las canciones, será un disco de drumnbass, género electrónico muy improbable tratándose de la autora de baladas sentidas como Hello. Sus colegas de gremio mojan pan: Voy a titular mi próximo álbum ADELE, se carcajeaba semanas atrás Lady Gaga en Twitter. Otra que tal: el relevo de Joanne (2016) es otro artefacto que se va aplazando de un semestre a otro de modo que se sigue hablando de la artista aunque no suministre canciones nuevas.

En los años 60, era corriente que los grupos pop, como los Beatles o los Beach Boys, publicaran dos álbumes al año. Tremenda productividad, y no de bagatelas precisamente, que vista con la distancia parece de otro mundo. En los 70, la cadencia derivó al disco anual, y poco a poco, los gigantes del rock comenzaron a permitirse pausas de dos, tres o cuatro años, muy seguros de que sus súbditos seguirían ahí aguardando al retorno de los dioses. Ahora, la regla es que no hay reglas: un cantante de éxito puede optar por mantener la tensión de su gente con un goteo de novedades y otro conseguir el mismo efecto haciendo todo lo contrario, jugando con las redes, la publicidad y los cotilleos, y fabricando suspense. Siendo noticia no por publicar un álbum, sino por no hacerlo. Así será con Rihanna y Adele en el 2020, con disco o sin él.

Pero son un tanto ridículos los episodios de angustia colectiva por el retraso de un lanzamiento. Oigan, no es el fin del mundo. El artista no es responsable del equilibrio emocional de todos sus admiradores, y el contrato con el público es obra a obra, sin hipotecas vitalicias. Cuando se consuma el prodigio y tenemos una genialidad entre las manos ya no importa el tiempo que se haya invertido en ella: el diálogo es a otra escala, con la historia, con la emoción y la trascendencia, un vocabulario en el que no hay demasiado espacio para la pequeña urgencia del fan que quiere su juguete y lo quiere ya.