Enrique Gavilán (Málaga, 1972) sabe qué es el 'burnout' o síndrome del trabajador quemado. Médico de familia en Mirabel, un pueblo extremeño de poco más de 600 habitantes, Gavilán se define a sí mismo como "inconformista de profesión". Posiblemente por ello ha publicado 'Cuando ya no puedes más: viaje interior de un médico' (Anaconda Editions), donde narra su periplo, durante los últimos años, en una atención primaria tan descuidada como necesaria para el buen funcionamiento del conjunto de la sanidad pública.

-¿Por qué ha escrito este libro?

-Decido escribirlo como forma personal de terapia, de catarsis. Necesitaba sacar de dentro muchos miedos y poner en orden mis emociones. Fue mi forma de salir de una situación de cinco o seis años de mucho desasosiego a nivel profesional.

-¿Cómo empezó?

-Primero comienzas a experimentar mucho desgaste fruto del exceso de trabajo. Las jornadas son extenuantes, muchos pacientes y poco tiempo, sin apenas poder pararte. Así un mes tras otro, hasta que terminas frustrado y te vienes abajo anímicamente. Al final, acabas con la sensación de que te estás convirtiendo en una máquina que no para de atender a un paciente tras otro. Y entonces es cuando tu cuerpo se resiente e incluso llegas a enfermar. Te sientes, literalmente, quemado.

-En eso consiste el 'burnout'.

-Sí. El 'burnout' es propio de profesionales que trabajan cara al público y se caracteriza por una sensación de fatiga importante, mucha desmotivación para aguantar el día a día y una extraña sensación de despersonalización, de que el trabajo te ha anulado como persona. A nivel práctico, el que lo sufre siente mucha angustia a consecuencia del estrés ocasionado por su trabajo.

-¿Conocía este síndrome antes de padecerlo?

-Sí, es algo bien conocido por todos, pero piensas que eso a ti nunca te va a pasar.

-¿A cuántos médicos afecta?

-Hay estadísticas que hablan de que afecta a la mitad de los profesionales que trabajamos en la atención primaria en España. En dos de cada 10 que lo padecen, el daño moral es irreparable. En mi caso, me sugirió el diagnóstico mi psicoterapeuta, a la que llevaba un año acudiendo por el intenso sufrimiento acumulado.

-¿Cómo le ha afectado a usted?

-De muchas maneras. Tenía los nervios crispados cada mañana por el solo hecho de pensar que tenía que dirigirme al trabajo. Durante el mismo, sufría muchos bloqueos y mi rendimiento profesional se resentía; cuando llegaba a casa, no era capaz de desconectar y disfrutar del tiempo libre. Aunque el problema se ocasionaba en y por el trabajo, terminó afectando a todas las facetas de mi vida. Me llevó a dudar de si era capaz de seguir ejerciendo como médico.

-¿Y qué ocurrió a partir de ahí?

-Al principio, piensas que es algo circunstancial, que se iría pasando, que nuestro trabajo implica asumir un nivel de estrés muy alto. Llegas a pensar que eres tú el que falla, y entonces empiezas a buscar la causa y una salida. Pero cuando no dan resultado, empiezas a desesperarte y a sentir que no puedes más.

-¿Cuáles son las principales dificultades en su profesión?

-Nuestro trabajo como médicos de familia ya de por sí es complejo, pero en general estamos preparados para ello y asumimos lo que es inherente a nuestra profesión. El problema es que nuestras condiciones de trabajo se han deteriorado de manera importante en la última década. La presión de la Administración, trabajar con recursos cada vez más menguantes, la precariedad laboral, la falta de reconocimiento del valor de la atención primaria, el atender cada vez a más pacientes en menos tiempo...

-¿Y cómo le ha afectado esto en su relación con los pacientes?

-Es una cuestión de números. Si tienes a 40 o 50 pacientes en una jornada y dispones de media de cinco o siete minutos por cada uno, tienes que atender deprisa. Debes hacer una buena entrevista, atender con cordialidad, mirar a la cara al paciente, escucharle, explorarle, tocarle, pedirle las pruebas oportunas, escribir y consultar el ordenador, hacer las recetas... ¿Cómo hacer todo eso sin fallos y de forma amigable en tan poco tiempo? En esas condiciones es imposible. Y nos provoca mucha frustración.

-¿Cómo ha logrado salir de la situación de bloqueo que vivió?

-Lo intenté de muchas maneras: ejercicio físico, retomar aficiones perdidas, yoga, solicitar permisos sin sueldo para descansar, incluso psicofármacos. Al final, tuve que pedir ayuda y me puse en manos de mi médica de cabecera y una terapeuta.

-¿Cómo le ayudaron?

-Básicamente, a conocerme mejor, a aceptar mis limitaciones y contradicciones. Asumiendo que soy vulnerable, aprendí a reconducir mis expectativas profesionales. Para sentir que podía seguir ejerciendo como médico, debía construir unas referencias más realistas.

-¿Cómo han afectado los recortes a la sanidad pública española?

-Mucha gente se quedó sin empleo y, para dejar de pagar el piso, se volvió al pueblo a vivir con sus padres o abuelos. A cambio de cuidarlos, vivían de su exigua pensión y de lo que daban unas gallinas y un cacho de huerto. Como es lógico, todas estas pérdidas y cambios provocan mucho malestar y el consumo de psicofármacos se disparó durante la crisis. A nivel poblacional, las desigualdades se han agrandado a pasos agigantados.

-¿Cómo es ser médico en la España vaciada?

-En el pueblo donde trabajo, Mirabel, en la dehesa del norte de Extremadura, de unos 10 nacimientos al año se ha pasado a solo uno o dos. La población anciana se ha disparado. Casi todos los pueblos tienen una residencia geriátrica. La gente joven no tiene futuro y o bien emigra o tiene que subsistir como sea. Sucursales de las cajas de ahorros y bancos, bibliotecas y bares echaron el cerrojo. En muchos pueblos, los únicos centros de reuniones que quedan en pie es la sala de espera del consultorio médico y el ayuntamiento.

-¿Y qué papel juega un médico en un pueblo como Mirabel?

-Junto con la enfermera y la farmacéutica, somos las personas a las que la gente consulta para intentar resolver sus problemas de salud y para buscar compasión por su sufrimiento. La accesibilidad es casi absoluta. Muchas veces, más que curar o prevenir, lo que hacemos es acompañar y consolar, lo cual no es poco.

-Cuénteme su jornada laboral.

-Anteriormente, tenía unos 40 o 50 pacientes diarios, repartidos en dos pueblos. Sin contar con que muchas jornadas me veía obligado, como muchos de mis compañeros, a asumir los pacientes de los colegas ausentes cuyas consultas no eran suplidas, lo cual se está convirtiendo en la norma. Continuos retrasos, cabreos de la gente que tiene esperar, interrupciones, malestar entre compañeros, la presión de nuestros jefes... Al final, terminas agobiado, agotado y desquiciado. Ahora, trabajo en otro pueblo donde atiendo a la mitad de gente que antes, lo cual se refleja en mi forma de trabajar.

-¿Qué hace falta en la atención primaria?

-Nos quedaríamos cortos si nos limitáramos solo a pedir más recursos, más presupuestos para personal o aumentar nuestra capacidad de resolver problemas pudiendo solicitar pruebas que nos tienen vetadas desde el hospital, etcétera. Hay que ir más allá. Hace falta cambiar radicalmente el modelo de sanidad pública para que pivote de verdad sobre la atención primaria y no sobre el hospital. Y promover políticas de salud que salpiquen a otros ámbitos, desde el diseño de los espacios públicos hasta la regulación de la industria alimentaria, por poner algún ejemplo.

-¿Alguna anécdota que le haya marcado especialmente?

-En el libro relato un encuentro con un paciente que fue determinante en mi vida profesional. Cuando llevaba arrastrando mucho malestar desde hacía unos cuantos meses, en mitad de una mañana de locos, atendí en mi consulta a un paciente que había pasado hacía 20 años por un infierno laboral que lo había dejado emocionalmente muy tocado. Se dio perfectamente cuenta de mi situación y me aconsejó que me dejara cuidar para evitar que a mí me pasara lo mismo que a él. Aquel día me di cuenta de que yo solo no podía salir del pozo y fue cuando pedí ayuda.