Desde marzo de 1942, cuando entró en funcionamiento la primera cámara de gas de Mauthausen, los SS recurrían a menudo a los presos republicanos. «‘¡Españoles! ¡Sacad los cadáveres al exterior!’ -recordaba Marcelino Bilbao que les gritaban-. (…) En el interior... ¡Menudo cuadro! Cuando las víctimas se daban cuenta de que iban a morir, se agarraban a cualquier cosa, como a los azulejos, o clavaban sus uñas en el yeso y arañaban la pared de arriba abajo, hasta quedar tendidas en el suelo. Luego se cogían los cadáveres por las patas y los arrastrábamos al exterior para llevarlos al crematorio y reducirlos a ceniza. Yo personalmente hice ese trabajo más de una vez”. Es parte de las memorias de este deportado vasco, fallecido en el 2014 a los 94 años tras sobrevivir un lustro en el campo nazi, que ahora su sobrino nieto, el historiador Etxahun Galparsoro (San Sebastián, 1980) ordena, corrobora y contextualiza en ‘Bilbao en Mauthausen’ (Crítica), devastador testimonio del horror.

Tenía 20 años cuando en diciembre de 1940 y junto a otros prisioneros españoles, tras bajar de los hacinados trenes, Bilbao era recibido “a golpes de porra, dentelladas de perro y gritos de los SS”, en un Mauthausen a 20 grados bajo cero. De allí, donde fue el número 4628, no saldría hasta mayo de 1945, meses después de la liberación de Auschwitz, de la que acaban de conmemorarse 75 años. Abandonado recién nacido en la ría bilbaína, que le valió el apellido, entró a trabajar en una mina con 11 años y al inicio de la guerra se alistó en el bando republicano, siendo testigo del bombardeo de Gernika y luchando en las batallas de Teruel y del Ebro. Tras la victoria franquista huyó exiliado y compartió penurias republicanas en los campos franceses (Saint-Cyprien, Argelès-Su-Mer y Gurs), siendo hecho prisionero por los alemanes después de trabajar en la construcción de la inútil línea Maginot para Francia.

Carnet de deportado de Marcelino Bilbao. / ARCHIVO FAMILIAR

“Él necesitaba contar su historia para aliviar el trauma que le desgarraba por dentro -explica en Barcelona Galparsoro, quien empezó a grabar sus relatos en cintas de casete cuando era aún estudiante de Historia-. Siendo yo un niño ya le escuchaba. Sabía que hablaba de un lugar malo y oscuro. Me dijo que había perdido el miedo a la muerte. Todos creían que morirían y llegaron a plantearse la necesidad de que al menos uno tenía que sobrevivir para poder contarlo”.

“Comparando con los campos de concentración de Franco, donde se fusiló mucho y había trabajo esclavo, pero no todos los presos estaban condenados a morir, en los campos del III Reich se entraba para morir. Los prisioneros sabían que si no morías hoy te matarían mañana”, añade, recordando que antes del exterminio sistematizado desde 1942 en las cámaras de gas de Auschwitz, Treblinka o Sobibor, en 1940, cuando los republicanos llegaron a Mauthausen, allí “se moría de tiros de los SS y golpes de los kapos y por un proceso de desgaste extremo provocado por la poca alimentación, el trabajo forzado, la intemperie a temperaturas extremas y las enfermedades”.

COBAYA HUMANO DEL DOCTOR MUERTE

Vivir o morir “era cuestión de azar o suerte”, confirma el historiador. “En mayo de 1942, los SS entraron en el barracón de Marcelino y se lo llevaron junto a otros 29 presos para hacer con ellos experimentos médicos. Solo sobrevivieron siete”. En su relato, Bilbao explica cómo un médico le inyectó algo, nunca supo qué era, a la altura del corazón: “Al cabo de unas horas en la zona del pinchazo surgió un extraño bulto desde el cual comenzó a aflorarnos una raya azul que ascendía por el pecho”. Aunque se le paralizó el cuello, la cabeza y parte del torso les obligaron a seguir trabajando y durante días el médico -“un sádico”- les visitaba y golpeaba. Más de 40 años después, en 1986, reconoció la cara de aquel criminal en la revista ‘Interviú’, en un reportaje sobre una red de criminales nazis que vendía armas en Alicante, donde “vivía como un señorito”. Era el capitán de las SS Aribert Heim, el Doctor Muerte, el Carnicero de Mauthausen.

El historiador vasco Etxahun Galparsoro. / EFE / FERNANDO ALVARADO

Hubo, sin embargo, “factores secundarios” que influyeron en la supervivencia de Bilbao. “Que, aunque parezca mentira, jugaba al fútbol en el campo y eso hizo que fuera conocido y cayera en gracia a los presos alemanes, que en la jerarquía piramidal de prisioneros estaban arriba, y le daban algo de comida -detalla Galparsoro-. También porque entró en una red de contrabando clandestino con los kapos alemanes y en la resistencia organizada a partir de 1943 por los españoles, que ascendieron en el escalafón cuando a muchos presos alemanes se les envió al frente. Los españoles pudieron colocarse en mejores puestos de trabajo y mitigar el hambre”.

“En los años que estuve en aquel siniestro campo pude comprobar que entre pasar frío, hambre o miedo, lo peor, sin duda, es el miedo. Aunque tengas la certeza de que te van a matar. Si tienes hambre es horroroso. El frío todavía es peor. Pero el miedo no tiene remedio. Con él estás perdido porque te dejas manipular, cualquiera te puede llevar a donde quiera y como quiera, hacer contigo lo que le plazca...”, contaba Bilbao. “Me decía que había que ocultarlo y aparentar que no tenías miedo”, evoca el historiador.

Marcelino Bilbao, en el 2006, en Bilbao. / ARCHIVO FAMILIAR

Otros recuerdos del deportado evocan la ropa que debían vestir -“Sucios y asquerosos trajes a rayas con más orificios que un colador (…) Evidentemente, aquella ropa había sido utilizada por otros presos y los agujeros se debían a los tiros que les habían pegado”-, el barracón -“un antro horroroso: era tal la cantidad de piojos que no había sitio donde poner la mano sin cogerlos a montones”- o la temida cantera y sus mortales escalones, por los que les obligaban a subir bloques de piedra de hasta 40 kilos y los cadáveres de los compañeros y donde un kapo le dio tal golpe en la cabeza que lo dejó inconsciente y sangrando sobre la nieve antes de que le ayudaran sus compañeros -“O te levantabas o te liquidaban”-.

“No todo acabó en 1945 -insiste Galparsoro-. Recibo muchos ‘e-mails’ de gente que aún busca información de sus familiares. Los traumas se heredan, por eso es necesario que las Administraciones públicas apoyen y financien las investigaciones, para aliviar las heridas que aún no han podido cicatrizar. Por encargo del Gobierno de Zapatero, Benito Bermejo y Sandra Checa hicieron en el 2006 un censo oficial de los deportados españoles pero luego descubrieron más, igual que yo investigando para mi tesis”. Para los deportados, concluye, era importante difundir su memoria “porque temían que volviera a suceder y para prevenirlo”.