Ni el servicio ni los huéspedes fijos recuerdan una fiesta más disparatada. Se había anunciado la visita de invitados muy principales y, por ello, sacaron la mejor vajilla para el té, la de las iniciales pintadas con pan de oro, HC, Hotel Cadogan. Se prepararon mermeladas, bollos y sándwiches de pepino -"los quiero sin corteza y tan finos como un dedo, inútiles!", se oía gritar desde las cocinas del sótano- con el fin de agasajar a la selecta concurrencia que iba llegando: la Liebre de Marzo, el Lirón y el Sombrerero Loco; el decano del college Christ Church, Henry Liddell, y señora; tres hijas del matrimonio, Lorina, Alice y Edith; la institutriz de las crías, la señorita Prickett, que tanto se parecía a la Reina de Corazones; más y más levitas, chisteras, miriñaques; y, por supuesto, Lewis Carroll, rodeado de un enjambre de nínfulas. La merienda imaginaria acabó como el rosario de la aurora, con un estruendo de tazas rotas, un charco de melaza sobre la moqueta, portazos y las niñas correteando en cueros por los pasillos.

El paisaje que hoy se ha colado por los ventanales es el de Oxford en primavera, con sus esquinas cuajadas de hortensias azules, donde el autor de Alicia en el país de las maravillas, cuyo verdadero nombre era Charles Lutwidge Dodgson, se encaprichó de la criatura que inspiró el relato, la pequeña Alice Liddell, de 11 años... Abordemos el asunto sin circunloquios: ¿fue el diácono Dodgson un pedófilo reprimido? ¿Qué deseos se ocultaban detrás de su pasión por las niñas, a las que retrató incluso desnudas con su cámara de placas de vidrio al colodión? Un misterio demasiado complejo para desenmarañarlo aquí. En cualquier caso, la relación con los Liddell terminó abruptamente el 27 de junio de 1863; algo incómodo debió de suceder cuando los herederos del escritor cortaron con una cuchilla las páginas de su diario que hablaban del episodio. Como señala Morton N. Cohen en la excelente biografía que publicó Anagrama, Dodgson se ve a sí mismo como un pecador inconsolable en sus escritos íntimos; leyéndolos podría inferirse que el diácono sufrió tormentos indecibles para aplacar sus energías sexuales, pero el suplicio dejó a la posteridad uno de los mejores cuentos infantiles de todos los tiempos. Aquí, en el Hotel Cadogan, nadie juzga a nadie.