Interpretar a Judy Garland en la última etapa de su vida requería de algo más que una serie de cualidades interpretativas o una transformación mimética. Renée Zellweger no llegó a los abismos vitales a los que tuvo que enfrentarse la mítica protagonista de El mago de Oz, convertida desde niña en adicta a las anfetaminas y los barbitúricos para rendir en los rodajes, pero ambas fueron juzgadas por su físico y por no encajar en los estándares de Hollywood. Puede que no haya llegado a ser un juguete roto, pero sí un blanco fácil a la hora de ser objeto de burlas sobre su cuerpo, su cara y sus cambios de imagen.

Nacida en Texas de padres de origen escandinavo, comenzó su carrera a principios de los noventa y alcanzó cierta repercusión crítica gracias a la tv-movie Y&R: Todo por el rock! (1994), aunque su verdadero espaldarazo llegaría dos años más tarde con Jerry Maguire (1996). Pequeños roles en cintas de gran aceptación popular como Cosas que importan y comedias románticas como El soltero que la postulaban como la nueva novia de América, coqueteos con el indie de Neil Labute en Enfermera Betty y una dosis de humor gamberro vía hermanos Farrelly en Yo, yo mismo e Irene, con un Jim Carrey desatado.

Quedó claro que la actriz era versátil, sabía dominar el registro cómico y dramático, pero todavía no había encontrado un papel que realmente la singularizara hasta que llegó El diario de Bridget Jones. Tuvo que enfrentarse a las críticas que la condenaron desde el principio por no ser británica y encarnar a la heroína del 'best-seller' de Helen Fielding y por saltarse las normas de la extrema delgadez dictadas por el 'star system'. Bridget Jones tenía que ser una chica normal y Renée Zellweger lo fue, convirtiéndose en uno de los pocos iconos femeninos de la época que reivindicaban a una mujer imperfecta, que comete errores y que se acepta tal como es, con sus inseguridades y contradicciones.

Gracias a Chicago demostró que sabía cantar y bailar y apoderarse del escenario convirtiéndose en el auténtico foco de atención. Quién le iba a decir que donde más brillaría sería en el género musical, pero así ha sido. Nunca volvió a tener un momento tan apoteósico como cuando encarnó a la arrolladora Roxie Hart en Chicago, ni siquiera al ganar su primer Oscar en un registro muy diferente en el drama ambientado en la guerra de secesión Cold Mountain.

Sin embargo, esa estatuilla fue un caramelo envenenado, porque fue precisamente entonces cuando comenzó a encadenar interpretaciones poco memorables en películas cada vez peores. Volvió a meterse en la piel de Bridget Jones en dos ocasiones más, en el 2004 y el 2016. Y desapareció. Tuvo que aguantar que la humillaran y se rieran de ella porque ya no parecía la misma hasta que la actriz se hartó y decidió contestar pidiendo que la dejaran en paz y que nadie era dueño de su aspecto.

Recuperó su vida, su anonimato y se apartó de los focos durante cinco años. Y cuando pensaba que ya había pasado su momento, a punto de cumplir los cincuenta, llegó Judy, su regreso por la puerta grande, una interpretación que le ha valido prácticamente todos los premios de la industria. ¿Por qué? Porque está inmensa en su fragilidad, porque a través del personaje parece que esté mirando hacia dentro, hacia propias sus miserias, pero sin patetismo, con la cabeza bien alta, demostrando que había mucho más detrás de aquella chica pizpireta de tics faciales exagerados que ahora nos desarma con una sola mirada y un quiebro de voz.