De Daniela Alcívar (Guayaquil, Ecuador, 1982) -crítica literaria y editora- aparece esta primera novela que da cuenta de un episodio personal tremebundo. Siendo como es un alegato en toda regla contra el dolor provocado por la muerte prematura del hijo deseado y deseante el libro viene a hacer trizas el género novela, el género relato autobiográfico pasado por el tamiz de la ficción y, si se quiere, el genéro lírico, con el que Alcívar coquetea hasta decir basta. Tal vez su mayor logro: caos de géneros.

¿Para qué le sirve al lector de hoy día una ficción como esta? Vaya uno a saber, pero quizá para conformar la experiencia vivísima de una escritura demoledora que ha sabido indiferenciar vida y literatura. Y claro, el riesgo era alto. Porque dar cuenta de una vivencia tan personal de este modo apocalíptico de todo o nada podría tener visos de crónica de una muerte anunciada. Pero no. Aunque la rara intensidad de la escritura de Alcívar se ve domeñada en la parte final provocando un cierto decaimiento de la potencia discursiva de una voz arcaica notabilísima, el libro viene a decir a las claras que ya no hay narrativa posible sin el hijo querido, que todo es hueco voraz y que hay solo y nada más que el hueco horadado por la vida entre mis órganos, en el mayor fondo de mi esqueleto, la extracción inclemente de un pedazo de vida, la fragmentación irredimible, la vida despojada y que en este libro duro, desconsolado y de lenguaje siberiano, todo es caos.Caos de imágenes fugaces, caos de miedo. Tal vez porque la voz maternal entiende que no existe nada más que esto. Nada más que la hendidura que llevo conmigo como un lugar.