Hay unas cuantas escenas en 'Sumas y restas', la película de Víctor Gaviria sobre los orígenes del narcotráfico en Colombia, que tienen el sabor de lo memorable, probablemente porque retratan con un realismo sin concesiones la situación de Medellín en los años 80. La sórdida fiesta en la casa del narco Gerardo, por ejemplo, que acaba con una sangrienta prueba de velocidad acuática entre prostitutas, en una piscina sitiada por la cocaína, el aguardiente y el vallenato. O la visita al laboratorio en las montañas de Antioquia, o la secuencia dramática en que matan al hermano del mafioso, o la venganza de este enviando a un escuadrón de sicarios a asesinar a los culpables. Ha pasado casi medio siglo desde que Colombia empezó a despuntar como protagonista del tráfico mundial de estupefacientes y el cine colombiano inevitablemente ha acabado por reflejar esa realidad, cimentando una tendencia que tiene en la película de Gaviria una de sus cimas más altas. A su lado, 'Narcos' es cine de palomitas.

Una de los frutos recientes de esa tendencia es 'Pájaros de verano', la película de Ciro Guerra y Cristina Gallego que abrió la última Quincena de Realizadores de Cannes, probablemente el principal reclamo del festival de cine colombiano -Diàspora- que tiene lugar este fin de semana en Barcelona. Si en 'Sumas y restas' Gaviria echaba mano de la figura de un narcotraficante de segunda fila para describir los mecanismos de penetración del narco en la sociedad colombiana en general y antioqueña en particular, Guerra y Gallego dirigen la cámara a otro aspecto de la misma realidad: la conocida popularmente como bonanza marimbera, o lo que es igual, la inusitada tempestad de dólares que anegó el Caribe colombiano en los 70 por mor de la exportación masiva de marihuana. La película -este viernes a las 20.00 horas en los cines Girona- retrata los cambios que la bonanza inflige a los miembros de una comunidad indígena de la Guajira, la idílica península desértica del nororiente del país, junto a Venezuela.

Más tragedia, menos glamur

"Queríamos hablar de la transformación de una sociedad por culpa del tráfico de drogas y nos pareció que la Guajira y la comunidad wayúu eran el escenario ideal -explica Gallego-. En esa época se dieron allí unas guerras y unos duelos familiares muy intensos. Además, la manera como esta cultura entiende temas como la negociación y el honor nos encajaba perfecto para hacer una película de gánsteres". Gallego no oculta que otro objetivo del film era -en estos tiempos en que el imaginario del narco parece monopolizado por la versión hollywoodense de Netflix- proponer un relato alternativo, "no centrado solo en el ascenso de los narcos sino también en su caída, por ejemplo", orientado a retratar no solo el glamur sino también la tragedia, a humanizar a los personajes en vez de convertir a los asesinos en héroes.

Narcos' tiene muy baja apreciación aquí -dice Gallego- porque propone un retrato del narcotráfico como algo muy exótico, y porque convierte a un personaje nefasto como Pablo Escobar en una especie de Robin Hood colombiano. A él y a otros. Aquí en Colombia, donde hay heridas que aún están abiertas, eso resulta muy chocante, de modo que uno de los motores de la película fue ese, no dejar que ese relato se hiciera solo desde el extranjero". Coincide con ella Sandra Campos, la directora de Diàspora: "Por una parte está bien que se haga cine sobre este tema, para que no olvidemos lo que ocurrió y así evitemos que se repita, pero se puede tratar teniendo en cuenta todo el dolor humano que dejó esa etapa en el país".

El diablo y el laberinto

Lo cierto es que el cine colombiano ya había empezado a proponer su propio relato del narcotráfico mucho antes de que Netflix tomara por asalto el imaginario colectivo. En la lista hay películas de corte estrictamente comercial como 'Rosario Tijeras', de Emilio Maillé, basada en el libro homónimo de Jorge Franco, que retrata la vida de una asesina a las órdenes de los capos del narcotráfico de Medellín, y trabajos menos conocidos por el público general como los cortometrajes 'El laberinto', de Laura Huertas Millán, y 'El proyecto del Diablo', de Óscar Campo Hurtado, que el crítico de cine colombiano Pedro Adrián Zuluaga recomienda a la vez que lamenta su escasa difusión. "Se trata de un tipo de cine donde estos temas y personajes son tratados con espíritu crítico, aunque lamentablemente es un cine menos conocido porque se manifiesta en formatos menos espectaculares", afirma. Que ninguna cinematografía de ningún país es uniforme es una evidencia y que ningún realizador ve el mismo tema con los mismos ojos también: el cine colombiano sobre el narco es variado como todos.

El soslayo es un concepto recurrente en este cine: películas que tocan el tema de pasada. Dicho de otro modo, el narco como 'Mcguffin', elocuente de su penetración en la sociedad colombiana. A comienzos del 2003, un grupo de soldados hallaron en la selva un tesoro: millones de dólares de la guerrilla enterrados en barriles, producto, se dio por sentado, de las dos actividades con que los insurgentes se financiaban: el secuestro y el narcotráfico. Decidieron repartírselo entre ellos, pero no fueron inteligentes como mandaba la situación y casi inmediatamente empezaron a vivir una insólita vida de ricos. Fueron descubiertos, investigados y, a posteriori, juzgados. El caso inspiró la película -narrada en tono de comedia- 'Soñar no cuesta nada', de Rodrigo Triana, que fue estrenada tres años después y tuvo un considerable éxito de público. No es una película sobre el narco, pero es una película donde planea el narco: la descomposición que introdujo en la sociedad el dinero de la droga.

Un emisario de los Pepes

Ni siquiera al auge de las series ha sido ajeno el audiovisual colombiano sobre el narco, que ha producido y exportado series como 'El cartel de los sapos' y, en especial, 'El patrón del mal', versión criolla del 'Narcos' de Netflix. Del relato que la plataforma digital zanja en 10 capítulos 'El patrón del mal' hace un profuso y detallado relato de 75, la vida de Escobar de principio a fin, con todos o al menos muchos de los matices que exige un tema delicado. "Esa serie muestra un interés por el mundo de los lugartenientes del narco que me parece muy interesante -dice Gaviria, el director de ‘Sumas y restas’-. Trata de ver cuál es ese malestar de un pueblo humillado y pobre y sin posibilidades de nada que encarnaron los delincuentes de Medellín que se pusieron al servicio de Escobar. Eso de hacer lo que fuera necesario para enfrentar al Estado es algo que tenían en común todos estos personajes que ascendieron socialmente de la mano del narcotráfico, y es un tema sobre el que hay que profundizar".

El propio proceso de creación de estas obras tiene de vez en cuando los atributos de un relato de cine. Cuenta Gaviria que en los albores de ‘Sumas y restas’, cuando ya sabía qué quería contar pero no cómo iba a hacerlo, recibió una misteriosa llamada de alguien que lo citaba en un restaurante en las afueras de Medellín. Acudió. "Llegó una persona en camioneta que ni siquiera se bajó del carro, y desde la ventanilla me dijo que no podíamos hacer una película sobre Pablo Escobar, que ni se nos ocurriera hacer una película sobre Pablo Escobar, que ellos no iban a permitirlo porque estaban decididos a borrar ese nombre de Medellín". Gaviria supuso que su interlocutor era emisario de los Pepes, la sombría alianza de narcotraficantes y paramilitares (Pepes, Perseguidos Por Pablo Escobar) cuyo papel en la caída del famoso narco fue capital. "Por eso decidimos hacer la historia de un 'traqueto' (narco) intermedio. Y eso nos permitió entender que Pablo Escobar era una consecuencia, no una causa".