Mañana se cumplen diez años de la muerte de Michael Jackson (1958-2009) y es de suponer que sus millones de seguidores le rendirán homenaje de alguna manera, pero puede que haya bajas entre quienes vieran el documental de HBO Leaving Neverland, de Dan Reed, emitido este mismo año y que resultaba letal para los que habían defendido siempre la inocencia de su ídolo en todo lo relacionado con su presunta atracción sexual por los niños.

Durante cerca de cuatro horas, el espectador de Leaving Neverland asistía a las declaraciones de dos hombres destruidos por el Rey del Pop, quien, supuestamente, abusó de ellos cuando tenían respectivamente 7 y 10 años. Lo que contaban resultaba de una gran verosimilitud: si mentían, merecían el Oscar a la mejor actuación.

La relación de Jackson con los niños siempre había dado de qué hablar, y mucho antes de Leaving Neverland, el tema ya pasó por los juzgados de EEUU, aunque el cantante siempre se salió de rositas untando de dinero a los padres de las presuntas víctimas.

A todos nos sonaba muy rara esa obsesión por rodearse de niños, pero los más bienintencionados la achacaban al hecho de haber tenido una infancia atroz --los Jackson Five vivían sometidos a la dictadura de su padre, músico frustrado que aspiraba a realizarse de manera vicaria a través de su prole-- y a un carácter algo pueril que le llevaba a preferir la compañía de los críos a la de los adultos. Había algo extraño en esa manía de invitar a niños a dormir con ellos, de ir cambiando de favorito, de pretender hacernos creer que, él era un niño más que ahora podía comprarse los juguetes más caros del mundo.

Algunos pensaban que su amor a los niños era una faceta más de su excentricidad permanente, como su obsesión por la cirugía plástica que le ayudó a dejar de ser negro o la costumbre de tocarse el paquete en sus actuaciones en directo, aunque nadie se lo imaginaba con nada entre las piernas. Michael Jackson no paró hasta convertirse en un freak que hasta daba un poco de grima, alguien cuyo equilibrio mental se nos antojaba a muchos un tanto precario, pero al que sus devotos se lo perdonaban todo.

Sus intentos por llevar una vida normal fueron catastróficos: Brooke Shields contaba que en su único encuentro sexual, Michael no sabía donde le daba el aire y mostraba una timidez y una reserva impropia. Cuando le dio por tener hijos, Michael los fabricó con una ciudadana anónima, una enfermera que se dejó impregnar, pero ni siquiera por él, ya que los niños salieron blancos como la leche. Dejando aparte la faceta atormentada y adicta a los ansiolíticos --se lo llevó por delante el Propofol,--, solo nos queda la música.

Puede que sin Leaving Neverland el décimo aniversario de su muerte hubiese sido una fiesta de alcance global, pero tengo la impresión de que hay un antes y un después del documental: no ha pasado el tiempo suficiente para que Michael Jackson sea juzgado exclusivamente por su música, y las declaraciones, con pelos y señales, de las dos víctimas del documental son muy difíciles de olvidar.