Afirmar que Vanessa Redgrave ya era una estrella cuando vino al mundo no es una mera forma de hablar sino un hecho probado, y fue el gran Laurence Olivier quien primero lo constató. «Esta noche ha nacido una gran estrella», afirmó el 30 de enero de 1937 durante una representación de Hamlet para anunciar la paternidad de su compañero de reparto, Michael Redgrave. Redgrave era no solo hijo de actores sino también marido de una actriz, Rachel Kempson. Y también intérpretes, por cierto, acabarían siendo tanto los hermanos menores de Vanessa -Corin y Lynn- como Natasha y Joely Richardson, sus hijas.

Es probable que, como su padre, sea sobre los escenarios donde Vanessa haya exhibido todo su potencial artístico. Dramaturgos como Arthur Miller y Tennessee Williams la aclamaron como la mejor actriz de su generación, y Noel Coward dijo de ella que era incapaz de no derrochar sinceridad frente a la platea. Paralelamente, ha rodado más de 100 películas que entre otros premios le han proporcionado un Oscar, dos Globos de Oro, dos Emmy y dos galardones en Cannes.

RECONOCIMIENTO / Y la Mostra de Venecia, que en 1994 ya la distinguió por su trabajo en Cuestión de sangre (1994), volvió a hacerlo ayer, coincidiendo con su 75ª edición. ¿El motivo? Seis décadas de carrera durante las que pasó de ser icono sexualizado del movimiento swinging London en películas como Blow up (1966) y Morgan: un caso clínico (1966) a instalarse en territorios más severos. La vimos atormentada en Las bostonianas (1984) y Regreso a Howard’s End (1992) y castigada por sus pecados en Los demonios (1971) y Expiación (2007); y murió por sus convicciones en Julia (1977), en el papel de activista antinazi que le proporcionó la estatuilla de Hollywood.

El personaje de Julia tiene algo de autobiográfico. Durante años miembro del trotskista Partido Revolucionario de los Trabajadores, Redgrave vio cómo su trayectoria profesional se veía marcada por su ideología; sobre todo con el controvertido discurso que pronunció al recibir el Oscar, que fue tachado de antisemita y por el que Hollywood la condenó al ostracismo. Desde entonces ha defendido muchas causas -el año pasado debutó tras la cámara con el documental Sea sorrow, sobre la crisis de los refugiados-, y sin duda ese activismo está conectado a la pasión con la que se entrega a sus personajes.

Al repasar su carrera artística hay que hablar de un apellido que llegó a considerarse maldito. Los tabloides británicos popularizaron la expresión «la maldición de los Redgrave» para referirse a la sucesión de muertes que desde el año 2009 tuvieron lugar alrededor de la actriz: en el transcurso de 14 meses perdió a su hija Natasha -casada con el actor Liam Neeson-, que murió tras sufrir una grave caída mientras esquiaba, y a sus dos hermanos, ambos de cáncer.

NERO Y DALTON / La prensa rosa también se ha cebado con ella al hablar largo y tendido no solo de la bisexualidad de su padre y de la de su primer marido, el director Tony Richardson, que murió de sida en 1991; también de su relación con el actor Franco Nero, con quien tuvo un hijo en 1969 y acabó casándose de forma no legal en el 2006, tras mantener un largo romance con Timothy Dalton.

Camino de los 82 años -y habiendo sufrido un ataque al corazón en el 2015-, con tres filmes pendientes de estreno, mantiene intactas las facultades que la han convertido en una leyenda viva. «En sus personajes derrocha autoridad y control, una generosidad ilimitada y grandes dosis de coraje, elegancia natural y un poder ilimitado de seducción», dice de ella el director de la Mostra de Venecia, Alberto Barbera. Nada que añadir.