Las artes de Paul Simon han alcanzado ese punto de purificación en que confluyen en una misma, serena e invencible, canción de canciones, modulada a placer para recordar que todo lo que él hace lo hace por nosotros. Cada nota de guitarra o de violín, cada palabra alzada, cada regreso al escenario más allá de todo minutaje razonable, recordaron, este viernes en el Barclaycard Center, de Madrid,el extremo cuidado, respeto y generosidad del cantautor neoyorkino respecto a su obra y a su público.

La generación de los gigantes de la música tiende a apagarse, pero la luz de Paul Simon brilla aún con intensidad. A los 75 años, conserva el timbre de voz de siempre, graba discos minuciosos a razón de uno por lustro (como ‘Stranger to stranger’, lanzado en junio, del que interpretó tres piezas), y aborda conciertos con un ánimo volcado e integral que recuerda cuando Leonard Cohen salía escena, saludaba y decía: “amigos, esta noche os daremos todo lo que tenemos”.

Eso fue lo que hizo en Madrid, entregarnos los tesoros de su vida, cuidando acentos y sabores en compañía de nueve músicos exquisitos y recalando en puertos de juventud, exóticos, aventurados. Como pórtico de la noche y ‘leitmotiv’ intermitente, ese fértil país llamado ‘Graceland’, el disco que inventó la world music: versión instrumental de ‘Gumboots’, la canción con la que empezó todo, y ‘The boy in the bubble’.

FUNDIDO CON EL AURA

Escenario sin frivolidades, entre luces tenues, acogiendo con suavidad el viaje en el tiempo de ’50 ways to leave your lover’ y la moderna y sigilosa ‘Dazzlin blue’, con envolventes tejidos acústicos, y subiendo el ‘tempo’ e invitando al público a bailar en un ‘That was your mother’ con acordeón tex-mex. Simon, coronando la canción con los brazos extendidos, fundiéndose con el aura de la canción. Y la primera invocación a los más viejos tiempos, los de su dúo con Art Garfunkel, en ‘America’.

Años atrás se le llegó a acusar de aprovecharse de tradiciones de otras latitudes para dar brillo a su obra, cuando siempre ha sido al revés: esas músicas subieron un peldaño y alcanzaron la modernidad a través de él, integradas con tacto refinado. Y aunque ‘Mother and child reunion’ se escorara hacia las Antillas y ‘Spirit voices’ y ‘The obvious child’ nos adentraran en la selva amazónica (precedidas por un gracioso parlamento sobre sus experiencias con la ayahuasca), tan solo representaron otras caras de la misma esencia musical de Simon.

Su vuelta al mundo en un puñado de canciones se llevó por delante texturas country en ‘Homeward bound’ y apuntó a los Andes en la cálida toma instrumental de ‘El cóndor pasa’, enlazada con ‘Duncan’. En ‘The werewolf’ nos habló del instrumento indio gopichand y regresó a Suráfrica con ‘Diamonds on the soles of her shoes’ y un ‘You can call me Al’ que desató la fiesta en el lugar.

CUATRO TANDAS DE BISES

Sabíamos que los bises eran sustanciosos y en Madrid lo fueron más. De ‘Graceland’ a un emotivo ‘Still crazy after all these years’, y un ‘One man’s ceiling is another man’s floor’ guiado por los metales hacia Nueva Orleans, y ‘The boxer’ con ese retoque del texto: Simon silencia la primera persona de la estrofa que abre la canción, “I’m just a poor boy”, porque estima que no le corresponde hacerse el pobre.

Y un tercer bis con ‘The sound of silence’, y hasta otro más, el cuarto, con ‘I know what I know’ y una recreación de ‘Bridge over troubled water’ en la que, cuando creíamos que el círculo entero de las emociones había sido completado, la canción volvía a crecer, esta vez con toda la banda, culminando las dos horas y media de concierto en lo más alto.

Una propina no habitual en la gira, quizá como detalle a un público español con el que no se citaba desde 1991. Larga espera, no satisfecha en Barcelona, ciudad que ha pasado de largo. Otra vez será, o no. Su, en lenguaje ‘coheniano’, torre de la canción sigue ahí plantada, discreta pero magnética, con sus puertas abiertas para todos.