¿Alejandro Sanz? ¿David Bisbal? ¿Rosalía? No se equivoquen: el cantante español más universal es, sigue siendo, Julio Iglesias, el único que puede llenar grandes locales no solo en el mundo hispano sino también en plazas como Dubái, Sídney o Tashkent (Uzbekistán). En esta última capital comenzó el cantante, hace un año, su gira de 50 aniversario, un itinerario que, por ahora, recorre ciudades de cualquier país del mundo menos de España. Así son las cosas. Su próxima parada es de altos vuelos: el lunes le esperan en el londinense Royal Albert Hall, donde las entradas se agotaron hace meses (unas 5.500).

¿Qué está pasando con Julio Iglesias? Mientras en todo el planeta es acogido con honores de superestrella, como el romántico héroe latino partidario de celebrar la vida y apurar hasta la última botella de vino, en su país despierta sensaciones mezcladas. Que vienen de lejos, de sus episodios aireados por la prensa rosa, de sus declaraciones a veces algo atolondradas, del prejuicio por razones políticas. En España se ha dicho y escrito que Julio Iglesias no sabía cantar mientras se le abrían las puertas del Madison Square Garden y se le ha tratado de bobo al mismo son que recibía llamadas para cantar con Diana Ross, Willie Nelson o Frank Sinatra.

Un logro sin precedentes

En el Reino Unido quizá haya tantos ciudadanos como en España, o más, que sean indiferentes a sus aptitudes artísticas, pero se mantienen las distancias hacia la persona. Quizá sea porque allí le tienen menos confianza y aquí a menudo se le trata como al vecino que se ha creído más listo que los demás. Ya en 1982, Julio alcanzó el número uno de la lista de ventas británica con su adaptación de 'Begin the beguine' ('Volver a empezar'), de Cole Porter, haciéndola suya tal y como Xavier Cugat muchos años antes, en 1935. Un logro sin precedentes para una canción en castellano. El mercado británico es famoso por su hermetismo.

En Barcelona, Julio Iglesias no actúa desde hace más de seis años, cuando pasó por el Festival Jardins de Pedralbes. Mucho más llamativo es lo de Madrid, su ciudad natal, donde su último bolo se remonta al 2002. Una anomalía de la que cuesta encontrar una explicación cabal. En su era moderna, cuando ha venido a España se ha sentido cómodo en escenarios más discretos, con una menor presión de los medios y sin percibir el escrutinio en el ambiente: festivales de verano en Cambrils, Marbella, Mérida, Logroño, Roquetas de Mar... Esas son algunas de las plazas que le acogieron antes del parón de casi dos años derivado de su paso por el quirófano, herencia del maldito accidente de coche que truncó su carrera futbolística a los 19 años.

Se insinúa un dolor de fondo en la relación de Julio con España, la sensación de no ser tomado en serio, de que sus errores o debilidades son juzgados aquí con más severidad. Ciertas reseñas publicadas parecen darle la razón. En su regreso a los escenarios internacionales, el año pasado, algunos medios del país hicieron aspavientos porque cantaba apoyándose en un taburete alto, como si esa fuera una falta intolerable o un signo impepinable de decadencia artística. Algo de todo ello hay, viene a decir Martín Pérez, el promotor que ha organizado sus visitas desde el 2008, cuando se arriesgó a traerlo dos noches al Festival de Cap Roig supliendo la baja de un artista de contornos muy distintos, Leonard Cohen (aunque, oigan, ¿no son dignos de Julio los la, la, las de 'Dance me to the end of love'?). Le ha montado un total de 18 conciertos en estos años, hasta el 2016. Quién habría dicho que, después de todo, este sería el último refugio del divo que presume de ser español donde va, frente a un Madrid al que no se acerca desde hace cerca de dos décadas.

Martín Pérez desliza que España "ha sido injusta con él" y suspira por hacerle recapacitar. ¿Quizá venga el año que viene, en un futuro tramo de la gira de aniversario? "Sería un placer. Es una decisión que debe tomar él". Tienta recurrir a los viejos fantasmas colectivos: como cantaban The Smiths, "es odioso cuando los amigos triunfan". O los vecinos, o los compatriotas. Y hay tics que pueden alcanzar el estatus de deporte nacional. Arrecian el sarcasmo destructivo y el ensañamiento que, creemos, nos hace parecer más agudos e interesantes. Y los 'haters'. Rosalía lo está viviendo desde el ojo de la tormenta. Aún estamos a tiempo de tratarla con la consideración que no siempre hemos dispensado a sus predecesores en el estrellato global.