El Maniezh de Moscú es un enorme edificio cuya construcción, entre 1817 y 1825, fue supervisada por el célebre ingeniero español Agustin de Betancourt, entonces a sueldo del zar Alejandro I. Pensada realizar entrenamientos militares con la caballería, sus descomunales dimensiones, de 180 metros de largo por 45 de ancho y sin columnas interiores que sujeten el techo, permitía el despliegue de un regimiento entero, formado por 2.000 soldados, poniéndolos al abrigo de la meteorología moscovita durante las maniobras.

En este espacio grandioso, uno de los dechados arquitectónicos del poderío imperial ruso, Vladímir Putin desplegó este jueves su belicoso discurso en una atmósfera de unanimidad y anuencia general que, en muchos momentos, recordó a las periódicas intervenciones que realizaban los diferentes secretarios generales del PCUS durante la sesiones quinquenales del Congreso del partido. El presidente ruso fue interrumpido constantemente por su audiencia, compuesta por los diputados y los senadores de las dos cámaras parlamentarias, con aplausos y jaleos, al tiempo que en una enorme pantalla tras el escenario, novedosos sumergibles atómicos no pilotados y proyectiles rusos de última generación con capacidad nuclear realizaban inconcebibles trayectos virtuales por el globo terráqueo.

Mientras el líder del Kremlin desgranaba las novedades militares de su país, cámaras de la televisión desplegadas por el auditorio enfocaban los rostros de los legisladores. Algunos asentían con fervor, otros miraban el escenario con los ojos bien abiertos, aunque también había alguno que otro que parecía dormitar en sus asientos. Estaban presentes dirigentes religiosos de la Iglesia ortodoxa, de confesión musulmana, y hasta presidentes de repúblicas caucásicas, como el checheno Ramzán Kadírov.

Dos horas de discurso

Fueron dos horas de discurso dedicado en su mayoría a los avances militares rusos. Solo al principio, el presidente ruso prestó atención a los problemas económicos y sociales que afronta el país, con promesas de inversiones en infraestructuras y educación que de inmediato fueron eclipsadas por duras invectivas a EEUU y a Occidente, y anuncios de novedades militares tecnológicas.

Al acabar, y mientras una enorme bandera tricolor rusa se proyectaba en la pantalla del auditorio, la concurrencia se levantó de sus asientos y acompañó con sus voces los acordes del himno nacional ruso, que en realidad no es más que el himno soviético al que se le ha modificado algunos pasajes de la letra. De hecho, su recuperación fue una de las primeras medidas del actual presidente ruso, decepcionado ante el escaso fervor patriótico que inspiraba la aburrida cadencia musical compuesta por Mijaíl Glinka en el siglo XIX e implantada por su predecesor, Borís Yeltsin, tras el derrumbe de la Unión en 1991. Y este jueves al mediodía, sus notas constituyeron el perfecto colofón para una sesión que, definitivamente, tuvo aires de 'revival' soviético.