«Se aproxima otro default», augura el verdulero detrás de su mascarilla. El vendedor afirma que se lo ha escuchado decir a un economista en la radio y da por hecho que cuando concluya esta semana Argentina suspenderá pagos a sus acreedores. La palabra default, o sus equivalentes forma parte de una jerga casi costumbrista y lejana en los tiempos. El primer episodio tuvo lugar en 1827. Argentina volvió a dejar de pagar su deuda en 1890.

La última dictadura militar se declaró en quiebra en 1982. Había recibido un país con un pasivo de 7.000 millones de dólares (6.400 millones de euros) y lo multiplicó por casi siete. En el 2002, bajo los escombros del corralito financiero, un Gobierno provisional recorrió por cuarta vez la misma senda. La última parada la hizo el expresidente Mauricio Macri. En agosto pasado, pidió reprogramar pagos después de endeudarse con 100.000 millones de dólares más durante cuatro años para financiar una fuga de capitales de 86.000 millones de dólares. Mañana, en medio de la pandemia del coronavirus, puede tener lugar la sexta suspensión unilateral de pagos. Deberían cancelarse bonos por 503 millones de dólares. No ocurrirá. A diferencia de los casos precedentes, el presidente Alberto Fernández coincide en un punto con los acreedores en que el default no es bueno para nadie.

En abril, Argentina propuso una quita del 5,4% del capital y del 63% de los intereses, y un periodo de gracia por tres años. La propuesta representaría un alivio en el peso de la deuda privada en unos 42.000 millones de dólares. Hasta el FMI la bendijo porque considera «insostenible» el pasivo acumulado. Este le prestó a Macri 47.000 millones de dólares. Y todos califican la propuesta argentina de «responsable». Los acreedores, se dice que solo aceptarían no recibir dinero durante un año.