Al acabar su discurso, Nikol Pashiynhán hace señas con la mano para que se abran las puertas. Un centenar de personas entra en tropel al jardín del Palacio Presidencial de Armenia. Las caras de los guardias se crispan porque no saben qué va a pasar, pero Pashinyán parece tenerlo todo controlado. Aplaude a la gente, abre los brazos para darles la bienvenida y, después, abraza a niños y bebés; estrecha manos, se deja besar.

A un lado, tras un cordón de terciopelo que sirve de barrera, la antigua Armenia —la Iglesia apostólica, la élite económica y los líderes de los partidos políticos— ve como la nueva se congratula y festeja a sí misma. Nikol Pashinyán, el nuevo primer ministro, en pleno baño de masas, les relega al banquillo: solo les permite mirar desde lejos. Ya no pueden participar. Llevaban haciendolo durante los últimos 20 años. Ya no están invitados.

El pasado abril, un grupo no muy grande de manifestantes liderado por Pashinyán empezó una marcha a pie por el país. Pedían la dimisión de Serge Sargsyán, antiguo primer ministro que, después de un cambio constitucional, quería perpetuarse en el poder. En pocos días, las plazas de Yereván, la capital, se llenaron; las calles se cortaron y el país se paralizó. Cientos de miles de personas en un país de algo menos de tres millones de habitantes salieron a la calle. Sargsyán, vencido, dimitió a principios de mayo y Pashinyán, con solo nueve diputados en un parlamento de 105, fue elegido primer ministro.

TODO EL PAÍS

Ahora, tras la victoria, los seguidores de Pashinyán aseguran que el líder político es amado por todos; que la revolución era —y sigue siendo— un deseo conjunto de toda Armenia. «Ahora mismo no hay ninguna alternativa al partido de Pashinyán. Los demás partidos han perdido toda la credibilidad», dice Sona Ghazaryán, miembro de la formación del primer ministro. La perdieron, explica Sona, cuando la gente se dio cuenta de que el sistema anterior, basado en la corrupción masiva y la compra de votos en las elecciones, había dejado de funcionar.

«Hemos heredado un sistema político que solo tenía como objetivo mantener a las élites. Queremos cambiarlo, instaurar el imperio de la ley. Que ésta sea igual para todos», dice Babken Der Grigorian, viceministro del Ministerio de la Diáspora y nacido no en Armenia sino en Estados Unidos hace poco más de 30 años. Es una constante en este gobierno: la media de edad del Ejecutivo armenio no supera la de muchos equipos de fútbol de primera división.

Muchos, como Der Grigorian, son jóvenes intelectuales que han pasado de las universidades de Oxford y Cambridge— a gobernar un Estado. «Nos acusan de no tener experiencia —dice—, pero eso no nos parece algo necesariamente malo. No queremos su experiencia de gobierno, basada en la corrupción».

EL LÍDER

Las protestas lanzaron a Pashiynhán, antiguo periodista, preso político y revolucionario de carrera a la categoría de semidiós e icono. Su cara aparece estampada en todos lados: en carteles, camisetas, gorras y capós de coches. Nadie —ni sus detractores políticos— se atreven a criticarlo demasiado porque es tan popular que, ahora, se ha vuelto sencillamente intocable.

«Fue capaz de conectar con la gente. De hacer entender a los armenios que el cambio era posible y que empezaba dentro de cada uno», dice Sona Ghazaryán. «Su gran baza es que está consiguiendo que los armenios crean que, por fin, la ley está por encima de todos. Hasta ahora, los anteriores gobiernos siempre les habían dicho a la gente: “Sois tontos, no podéis decidir”. Ahora, tras la revolución, la gente se ha dado cuenta que el poder reside en sus manos», explica.

Pashinyán define a su movimiento como ni de izquierdas ni de derechas. Sus únicos objetivos declarados son la lucha contra la corrupción y el establecimiento de una democracia liberal. A diferencia de otras revoluciones en países ex-soviéticos, la dicotomía entre Occidente y Rusia no está en la agenda.

AMOR A PASHINYÁN

Y Armenia, ahora, está perdidamente enamorada de él. Pero existe el riesgo de que Pashinyán, con unas expectativas tan altas, acabe defraudando. «Si nada no cambia, la gente le girará la espalda. Y no pasaría nada. Sería correcto si, en ese caso, perdiese en unas elecciones, porque entonces entregaría el poder de forma pacífica. Con la victoria de la revolución, la gente se ha dado cuenta de que son ellos los que escogen a los líderes políticos. Ya no hay vuelta atrás», dice Ghazaryán.

Desde que es primer ministro, las manifestaciones delante de palacio, en Yereván, se han multiplicado. Ninguna es en contra de él. «Hemos venido de Chambarak, [un pequeño pueblo al norte del país], para explicarle al primer ministro nuestra situación. Somos muy pobres y los anteriores gobiernos nunca han hecho nada por nosotros. Confiamos mucho en él, y estamos seguros de que nos escuchará», dice Vladímir, manifestante.

Tras unas horas de concentración, Nikol Pashinyán en persona sale por la puerta del Gobierno. La gente le rodea y se le abalanza; todos quieren hablarle. Él escucha y discute. Después, la protesta termina: Pashinyán se despide y vuelve a entrar a palacio. Mientras el primer ministro desaparece tras las puertas del gobierno, la calle es un grito: «¡Nikol! ¡Nikol! ¡Nikol!».