Poco después de la aplastante victoria israelí en la Guerra de los Seis Días de 1967, Moshe Dayan describió el patrón que ha regido la relación entre su país y Estados Unidos. “Nuestros amigos estadounidenses nos ofrecen dinero, armas y consejos. Nosotros cogemos el dinero y las armas y declinamos los consejos”, dijo el entonces ministro de Defensa israelí. Con contadas excepciones, esa misma dinámica se ha mantenido hasta nuestros días. Washington nunca ha renunciado a monopolizar el papel de mediador en el conflicto con los palestinos, pero con su renuencia a imponer costes al colonialismo israelí, sus violaciones de los derechos humanos o su desprecio a la ley internacional ha acabado hundiendo las perspectivas de solución al conflicto.

Pocos se atreven a reconocerlo públicamente en Washington, una capital que sigue apegada al pensamiento mágico de las últimas décadas. El cambio de guardia en la Casa Blanca ha sido recibido allí como una oportunidad para revivir el difunto proceso de paz entre palestinos e israelís tras los últimos cuatro años de completo alineamiento de Donald Trump con las tesis de la derecha sionista. Y aunque todo el mundo parece tener claro que el entuerto más longevo de Oriente Próximo no está entre las prioridades de Joe Biden, su defensa de los dos estados y sus movimientos para restablecer la cooperación con los palestinos han servido para apaciguar las conciencias del establishment demócrata.

“El único modo de garantizar el futuro de Israel como Estado judío y democrático, y darles a los palestinos el estado al que tienen derecho es a través de la llamada solución de los dos estados”, dijo el secretario de Estado, Anthony Blinken, durante su reciente proceso de confirmación. Un Blinken que no tuvo reparos, sin embargo, en reconocer que las perspectivas a corto son prácticamente nulas. Por el momento, su Administración se ha comprometido reabrir la oficina diplomática que la Autoridad Palestina tenía en Washington hasta que Trump le echara el cierre y a reanudar la financiación que su país aportaba a Naciones Unidas para ayudar a los millones de refugiados palestinos diseminados por el mundo árabe.

Pero nadie debería esperar grandes cambios respecto a las políticas de Trump, quien dio naturaleza legal a los hechos consumados de Israel, por más que sean ilegales a ojos del derecho internacional. Blinken ha dejado claro que su Administración no piensa revocar el traslado de la embajada estadounidense desde Tel Aviv a Jerusalén ni revertir el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel. También respaldará y tratará de ampliar los acuerdos de normalización diplomática con el Estado judío negociados por Trump con Emiratos, Bahréin, Marruecos y Sudán, a pesar de que no contienen ninguna concesión para los palestinos.

Ayuda militar sin condiciones

Paralelamente se mantendrán los 3.800 millones de dólares en ayuda militar que Washington aporta anualmente al Estado judío, según ha afirmado Blinken. Fueron precisamente Barack Obama y su entonces vicepresidente Biden quienes negociaron esa cantidad, la más elevada de la historia. Pero más revelador resulta el hecho de que Biden se haya cerrado de antemano a condicionar las ayudas militares a las políticas de Israel, que sigue ampliando los asentamientos judíos, expulsando a los palestinos de sus tierras y convirtiendo la Cisjordania palestina en un mar de islas incomunicadas entre sí, lo que ha hecho prácticamente inviable la solución de los dos estados.

Por no hablar de Gaza, convertida en una “cárcel al aire libre” de la que nadie sale sin permiso de la autoridad ocupante desde hace 14 años, por utilizar la expresión que empleó en su día el primer ministro británico, David Cameron. “Biden no condicionará la asistencia militar a Israel a ninguna decisión política que Israel adopte”, dijo el nuevo secretario de Estado a finales del mes pasado, recordando la promesa que el entonces candidato Biden le hizo en mayo a la Democratic Majority for Israel, una organización que fomenta el apoyo al Estado judío en las filas del partido demócrata. De modo que ni coerción ni cambio de paradigma respecto a los dos estados, toda una garantía de que nada cambiará en los próximos años menos que haya un vuelco radical en las elecciones israelís del próximo 23 de marzo o que Binyamin Netanyahu acabe siendo condenado por los escándalos de corrupción que le persiguen.

Caso abierto en el Tribunal Penal Internacional

El inmovilismo de los últimos tiempos ha llevado al liderazgo palestino a buscar soluciones creativas para presionar a Israel, como su demanda ante el Tribunal Penal Internacional por crímenes de guerra. Este mismo mes la corte determinó que tiene jurisdicción para investigar los hechos denunciados en los Territorios Palestinos, pero también aquí el Estado judío cuenta con el respaldo estadounidense tras el lobi realizado por Netanyahu. La Administración Biden dijo la semana pasada que está “seriamente preocupada” por la posible investigación del TPI y no descarta mantener las sanciones aplicadas por Trump a sus jueces por la decisión de investigar las acciones de las tropas estadounidenses en Afganistán, según el portal ‘Axios’.

Todavía más firme es la oposición del nuevo Gobierno estadounidense al BDS, la campaña de boicot y desinversiones contra Israel que pretende emular la estrategia que acabó con el apartheid en Sudáfrica. Su embajadora ante Naciones Unidas, Linda Thomas-Greenfield, dijo el mes pasado que esa campaña “bordea el antisemitismo” y “es inaceptable”.