Había salido del ránking de Naciones Unidas hace cinco años, pero Jair Bolsonaro, el flamante presidente ultra, ha devuelto a Brasil al mapa de países donde una parte sustancial de la población pasa hambre y la pobreza extrema aumenta. Desgraciadamente, mientras el país figura entre los de mayor desigualdad en el mundo, el presidente lo ignora y tal vez por eso irrumpe de nuevo en los peores índices de la vergüenza humana.

La regresión económica y el recorte en programas sociales han devuelto a Brasil a la realidad que quiso erradicar. Es verdad que cuando las materias primas, y especialmente el petróleo, se pagaban a precio de oro, las arcas públicas pudieron frenar una realidad vergonzosa en un país tecnológicamente avanzado y con recursos para dar de comer a toda su población.

Lula sacó de la pobreza extrema a uno de cada cinco brasileños con la bolsa social y el programa hambre cero. En los colegios se estableció una merienda obligatoria y a pesar de que los primeros síntomas de la crisis ya repuntaban con Dilma Rouseff, el apoyo a los más vulnerables no se cortó. La inyección social, con proyectos para mantener un nivel mínimo entre los más pobres, lejos de dejar al país en manos del subsidio, creó mas empleo.

El milagro brasileño se miraba como un modelo por países africanos donde el hambre y la pobreza extrema hacen estragos. El secreto era voluntad política y tener claras las prioridades.

Pero el hambre no está entre las del presidente Bolsonaro. Mientras se emplea en desacreditar a minorías, despreciar el feminismo o especular con el Amazonas, sin importarle la deforestación y sus efectos globales sobre el clima, ¿dónde está el hambre en Brasil?

Las Naciones Unidas dicen que ya afecta a más del 5% de la población. Pero él no lo sabe, mira a otro lado y recorta ayudas a los más vulnerables, retira pensiones a los más pobres y las meriendas en los colegios. Como consecuencia ha bajado el consumo y avanza el paro, la pobreza y el hambre.