Irrumpió en la carrera como un desconocido, pero encarnó la esperanza de los demócratas hastiados con la polarización política, ansiosos por la renovación generacional en el partido y hambrientos por un pragmatismo que tendiera puentes entre las dos Américas. Pete Buttigieg no solo se vendió como ese candidato capaz de devolver la concordia al país, sino que reclamó valores apropiados por la derecha política, como el patriotismo y la fe en Dios. «Libertad, democracia y seguridad», fue el eslogan de su campaña.

Contra pronóstico ganó más delegados que nadie en Iowa y en New Hampshire se hizo con el manto de los votantes moderados, pero su incapacidad para abrirse paso entre el voto negro ha acabado con su candidatura. Su abandono antes del supermartes lo convierte en una especie de mártir para un sector del partido. Deja un legado valioso: el primer candidato gay de la historia, anomalía que ha ayudado a normalizar hablando sin tapujos de su sexualidad y haciéndose acompañar de su marido Chasten en la campaña. En gran medida Buttigieg era el eslabón perdido entre Bill Clinton y Barack Obama, joven, culto, moderado, elocuente en su oratoria y originario de la periferia del país.