China ha presentado hoy el mayor y más ambicioso proyecto de infraestructuras promovido por un país en la Historia. La nueva ruta de la seda (OBOR, por sus siglas inglesas) cubrirá el 65 % de la población mundial, un tercio del producto interior bruto (PIB) global y moverá la cuarta parte de los bienes. Las cifras ridiculizan al estadounidense Plan Marshall que reconstruyó Europa tras la Segunda Guerra Mundial.

Una treintena de jefes de Estado han secundado al presidente chino,Xi Jinping, en el acontecimiento diplomático del año en Pekín. Xi ha aludido en su discurso a Zheng He, aquel mítico explorador de la dinastía Ming que encontró su lugar en la Historia “no como un conquistador con barcos de guerra y espadas sino como un emisario amistoso con caravanas de camellos”.

El proyecto conectará a millones de personas, estimulará la economía global, levantará infraestructuras vitales en países pobres y hará del mundo un lugar más feliz. O permitirá que China siga esquilmando a los países en desarrollo, apuntalará la vanidad de Xi, enriquecerá solo a las empresas chinas y agudizará la pérfida influencia global de Pekín. No son raras las posturas irreconciliables cuando está China de por medio en un mundo decididamente polarizado. Estalla el júbilo en los gobiernos africanos y centroasiáticos mientras Occidente frunce el ceño. España e Italia encabezan una menguada representación europea a pesar de que la UE ha insistido en su entusiasmo. Faltarán los jefes de Estado de las dos terceras partes de los países involucrados. También Japón, enconado rival regional, y Estados Unidos, con quien China se juega la supremacía global. Trump mandará a su asesor Matt Pottinger. Es una actitud bastante más colaborativa que el artero boicoteo de su predecesor, Barack Obama, a iniciativas chinas.

HUMILDE PRETENSIÓN INICIAL

El proyecto nació en el 2013 en un anodino discurso de Xi en una universidad kazaja. La humilde pretensión original era desarrollar las atrasadas provincias occidentales chinas con infraestructuras que las conectaran con las repúblicas asiáticas. El proyecto comprende hoy una ruta marítima entre la costa sureña china y el este de África y una serie de corredores que enlazarán al gigante asiático con Europa a través de Asia Central y Oriente Medio. Pero es solo su definición estricta actual. Un diplomático europeo desplazado a Pekín reconocía esta semana al diario South China Morning Post que aún no sabían en qué consistía esto del OBOR ni qué podían hacer por él.

La iniciativa es más una filosofía o un eslogan que un plan de márgenes definidos. Lo único claro es que todos los países, empresas y organización están invitados. Cualquier idea que surja en Pekín sobre la globalización queda bajo su paraguas y el empeño de Xi aceita cualquier proyecto esgrimido con su sello. China ya ha invertido 50.000 millones de dólares desde el 2013, según la prensa oficial, y ha apartado un billón para los próximos años. Entre lo tangible destaca ya el corredor entre India y Pakistán, un puerto en Sri Lanka, un tren de alta velocidad en Indonesia o un parque industrial en Camboya.

Los beneficios económicos para China son variados y vastos. El OBOR compensará la caída de las exportaciones a países desarrollados y de las infraestructuras locales, motores de su crecimiento durante tres décadas. Pekín busca nuevos mercados para sus mercancías, dar salida a la sobreproducción de cemento, acero y aluminio y mitigar la pérdida de 1,2 millones de empleos en los dos últimos años.

BENEFICIADOS AUTÓCTONOS

De esa vorágine constructora se beneficiarán los paquidérmicos conglomerados estatales chinos en los sectores energéticos, constructores o de telecomunicaciones, empujados al exterior por la desaceleración interna. Pero en las infraestructuras pendientes, que algunas estimaciones sitúan en un coste de 26 billones de dólares, también hay espacio para las empresas occidentales. Las adjudicaciones transparentes han sido uno de los comprensibles puntos de discusión ya que en China influye más el amiguismo que el mérito.

Tampoco parece descabellado que China pretenda la mayor pieza del pastel: suya es la idea y el ímpetu, soporta el grueso de la factura y la mayor parte de los riesgos. Muchas de las zonas en la influencia del OBOR padecen serias inestabilidades políticas y las inversiones chinas ya han sufrido dolorosos reveses en el pasado.

La desconfianza occidental nace en la imbricación de economía y política. Los tercos desmentidos chinos de que persiga aumentar su influencia son difícilmente creíbles. Aquel plan Marshall o los acuerdos Bretton Woods muestran que el que dicta las reglas económicas también rige el mundo. China pretende cambiar ese viejo orden occidental que la constriñe y desprecia su relevancia. Cualquier alusión al plan Marshall descompone a China, que ha recordado estos días que en el OBOR caben todos, sin la discriminación por el sistema político de aquel.

Si simplificamos el OBOR hasta lo esencial, el éxito parece asegurado: ¿qué país en vías de desarrollo no quiere que China le ponga una central eléctrica o una vía de tren?