Todos sabemos que China no es una democracia. No hay libertad de expresión ni partidos políticos ni sindicatos. La mano de obra es barata y obediente, por eso gusta a las empresas occidentales que trasladaron a este país parte de su producción. Internet está censurado pese a que los chinos, que son muy irónicos, han ideado una simbología con animales para esquivar la censura. El Gobierno persigue a disidentes y defensores de los derechos humanos. Hay miles de presos políticos y las ejecuciones son frecuentes. La cifra se considera secreto de Estado. La represión es especialmente dura en la región autónoma de Xinjiang, donde vive la minoría uigur, de religión musulmana. Están sometidos a un plan de reeducación.

Rige un capitalismo salvaje dirigido con mano de hierro por el Partido Comunista que conserva la marca, los símbolos y el márketing, es decir, el poder. Su actual presidente, Xi Jinping, es el líder más importante desde Deng Xiao-ping, ideólogo del salto de la ortodoxia a la eficacia, el hombre que impresionó a Felipe González con una fábula política: no importa si el gato es blanco o negro, solo si puede cazar ratones.

El objetivo / Pese a estos antecedentes, compramos su relato del coronavirus y sus muertos, que acaban de revisar al alza hasta 4.462. Por el volumen de incineraciones en las siete funerarias de Wuhan y el movimiento de urnas en esta urbe de 11 millones de habitantes, los fallecidos podrían llegar a 40.000. Solo en el primer día de incineraciones se acercó al nuevo número oficial de toda China. Puede que el objetivo fuera evitar el pánico. También no repetir los errores soviéticos en Chernóbil en 1986.

Al minusvalorar el impacto en vidas fomentó la impresión de que no era tan grave. La mayoría de los países occidentales no activaron sus protocolos de defensa sanitaria. En Corea del Sur y Taiwán sí saltaron las alarmas. Tenían la experiencia de los dos coronavirus anteriores, el SARS del 2003 y el MERS del 2012, y además conocen bien a China.

El error más grave pudo estar en la tardanza y en la calidad de la información suministrada a la OMS. Pekín perdió seis días clave, entre el 14 y el 20 de enero, según Associated Press. No alertó a su población, que se disponía a celebrar el Año Lunar. Ese 14 de enero, la OMS dijo que según China no había indicios de transmisión entre humanos. Pese a tuitearlo, no se creyó la versión de Pekín y activó su maquinaria. Hizo bien porque ese día, el Gobierno chino sabía que se transmitía de persona a persona.

Doce días antes, el periódico South China Morning Post informó de unas neumonías inexplicables en el hospital de Wuhan y de que podía tratarse de un nuevo coronavirus. Nadie hizo nada hasta el día 23, cuando cerraron Wuhan.

Trump ha decidido convertir a la OMS en su chivo expiatorio junto a la prensa estadounidense y a los demócratas. Fluyen por las redes decenas de teorías conspiratorias. Desde que ha sido una acción de guerra bacteriológica (vírica en este caso) de EEUU para frenar a China, a la contraria. El Departamento de Estado filtró a un columnista de The Washington Post unos cables en los que se recogía la preocupación de EEUU por el trabajo de un laboratorio de Wuhan con murciélagos. Este animal es el reservorio de virus que se pueden transmitir a otros mamíferos que rara vez saltan a la cadena humana. Que Trump comprara enseguida esa idea y la vendiera a su público resulta sospechoso. La máquina de mentiras de Irak sigue activa. Aún no sabemos cómo será el mundo pospandémico y si China emergerá como la nueva gran superpotencia. EEUU está en decadencia y Trump es la prueba. Aún es pronto para un cambio de guardia. La potencia tecnológica de los estadounidenses está por delante del resto. Es un hecho que el virus ha puesto boca arriba esta globalización, tanto que es posible que el péndulo lleve a un cierto nacionalismo político-económico.

China ha aprovechado la carestía de material sanitario para mostrar músculo. Hace tiempo que dejó de copiar. Los fiascos con la calidad de sus mascarillas, la precisión de los test y la piratería de los intermediarios demuestran que aún no está en condiciones de dirigir la economía mundial. Es posible que la pandemia y la depresión económica que va a seguir acorte los plazos. Pero ese momento aún no ha llegado.