El chef español José Andrés, nominado al Nobel de la Paz por prestar ayuda en lugares sacudidos por catástrofes naturales, ha abierto un comedor en Washington, a unas manzanas de la Casa Blanca. El primer día repartió 5.000 raciones entre empleados federales, parte de los 800.000 directamente afectados por el cierre parcial de la Administración, que empezó el 22 de diciembre, y que ya es el más largo de la historia de EEUU y está extendiendo como una ola de lava sus efectos caóticos. «Esto no debería estar sucediendo en América», decía el asturiano, que como muchos otros ciudadanos, empresarios y hasta corporaciones están dando una respuesta comunitaria de ayuda de emergencia a los funcionarios obligados a quedarse en casa sin cobrar o a trabajar sin sueldo.

La sangrante situación se está haciendo cada vez más evidente. Aunque los más afectados son esos empleados de nueve departamentos del Gobierno y de varias agencias que no cobran y sus familias, millones más de estadounidenses sienten también los efectos de un cierre que impide al gobierno realizar funciones básicas y confirma la polarización y disfuncionalidad política de Washington.

Desde que Donald Trump se cerró en banda a cualquier acuerdo presupuestario que no incluyera 5.700 millones de dólares para el muro en la frontera (que prometió que pagaría México), el cierre parcial se hizo inevitable. Las negociaciones con los demócratas, que controlan la Cámara de Representantes, están bloqueadas. El presidente y Nancy Pelosi, la líder demócrata en esa cámara, han escalado su guerra política en los últimos días. Aunque Trump realizó una oferta el sábado, murió antes de nacer por el rechazo demócrata y ayer lo único que hubo fue otra ronda de insultos y descalificaciones del presidente a Pelosi en Twitter.

LA SITUACIÓN / Los trabajadores públicos cobraron por última vez el 28 de diciembre. En un país donde muchos viven cheque a cheque, y donde de media los afectados cobran 500 dólares por semana, afrontan serios apuros para hacer frente a gastos básicos, desde comida a alquileres o hipotecas o sanidad. Los que tienen ahorros están tirando de ellos, aunque tocar los planes de pensiones está penalizado. Más de 1.800 han lanzado en internet campañas buscando donaciones, otros venden pertenencias, los hay buscando o realizando trabajos alternativos y se ha disparado la asistencia a comedores benéficos.

Los problemas van mucho más allá. La Agencia de Alimentos ha dejado de hacer sus inspecciones y no se aceptan aplicaciones para nuevos fármacos. La de Protección Ambiental ha suspendido los trabajos de sus contratistas. Las actividades de monitorización e investigación de cambio climático están suspendidas. No se han repartido los fondos asignados para las artes. Y en los aeropuertos del país más y más trabajadores de la Agencia de Seguridad en el Transporte llaman diciendo estar enfermos. El de Miami ha cerrado una terminal. Y en el de Atlanta, el más transitado del país, y que dentro de dos semanas debería acoger la Superbowl, se alargan las esperas y las filas.

Quizá no casualmente la Administración de Trump ha dado pasos para limitar los efectos en áreas que podrían tener el mayor impacto electoral. Ha reforzado, por ejemplo, el personal en Hacienda, que debe empezar a tramitar las devoluciones de impuestos y ha extendido plazos para ayudas a granjeros, afectados por su guerra comercial con China.

La paradoja de la posición de Trump, no obstante, es evidente. Los agentes de Fronteras y de la Guardia Costera están entre los afectados y también el Departamento de Justicia, donde se han pospuesto decenas de miles casos de inmigración y asilo.

El cierre, además, está dando un golpe a la economía, su punto fuerte. Según estimaciones de la propia Casa Blanca cada semana supone un recorte del 0.1% en la previsión de crecimiento económico.