En una mano, una fiambrera con un mejunje herbal cuya fórmula rivalizaría en confidencialidad con la de la Coca Cola. En la otra, un guante para untar el potingue sobre el cuerpo del paciente. Nada más decía necesitar para acabar con el demonio del VIH Yahya Jammeh (Kanilai, Gambia, 25 de mayo de 1965), el dictador que sumió a Gambia en el terror y la desesperanza durante dos décadas. Una alquimia incompatible con los antirretrovirales, según sostenía el mandatario, que obligó a casi 10.000 personas afectadas por el virus a abandonar sus tratamientos para someterse a ese ritual esperpéntico.

Se desconoce el número de fallecidos a causa de la ensoñación del temerario curandero, pero Lamin Ceesay, uno de sus pacientes, sostiene que la mayoría de sus compañeros murieron. En el repertorio de remedios del mandatario se incluían liturgias para reparar la infertilidad, el cáncer y, sí, también la homosexualidad.

A Jammeh, el convencimiento de que él, entre todos los mortales, había sido elegido por Alá y dotado de toda su gracia divina, le sobrevino mucho antes de poner a prueba sus ínfulas sanatorias. De hecho, ese convencimiento ya inspiró su determinación para encabezar un golpe de Estado en 1994 en el que derrocó a Dawda Kairaba Jawara, presidente desde la conversión del país en república tras la independencia del Reino Unido, en 1965. El sátrapa se sirvió del fundamentalismo islámico como herramienta de Estado, apoyándose en la fe de los gambianos que simpatizaban con el wahabismo radical, la corriente político-religiosa de origen suní señalada por inspirar y financiar al Estado Islámico (EI).

Régimen autocrático

Sobre ese pilar de fervor religioso cimentó Jammeh su régimen autocrático, compendio de innumerables vulneraciones de derechos humanos y azote de opositores, periodistas críticos y líderes religiosos que no comulgaban con su concepción del islam. La cotidianidad del país estaba salpicada de violaciones, arrestos arbitrarios, torturas y ejecuciones perpetradas por los jungulers, su escuadrón del terror.

La comunidad internacional confirmó sus incipientes sospechas en una Asamblea General de la ONU, en el 2013, cuando el tirano aleccionó a los países occidentales por conspirar para la normalización de la «malvada» homosexualidad. Incluso justificó actuar contra esos «bichos» con la misma contundencia con la que se acababa «con los mosquitos que causan la malaria». El desgaste de su figura trascendía las fronteras y llevó a la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO) a no reconocer su cuarta victoria en las urnas, en el 2011, alegando que se sustentó en «la intimidación y la represión».

En diciembre del 2016 perdió las elecciones ante Adama Barrow, líder de la oposición, y pese a que inicialmente aceptó la derrota, tardó poco en amenazar con impugnar el resultado y convocar nuevos comicios. El mes siguiente, la ONU amparaba la legitimidad de Barrow y apoyaba una intervención militar de tropas bajo mando de la CEDEAO. En 24 horas, Yammeh se subía a un avión, blandiendo su robusto bastón de mando, para aterrizar en Guinea Ecuatorial, donde aún hoy Teodoro Obiang le cobija.

El país encajó la partida entre el alivio de miles de gambianos y la desazón de acérrimos entusiastas y de un Ejército en el que la posterior sustitución de un puñado de altos mandos no oculta la ausencia de una auténtica depuración. El año pasado, la inteligencia gambiana publicó una relación de los criminales más buscados. En esa lista no estaba Jammeh.