Impredecible, incierto, volátil, diferente y quizá incluso caótico. Estados Unidos entra en año de elecciones presidenciales y el panorama a un mes de que empiece el proceso de caucus y primarias (y a 11 de la cita con las urnas el 8 de noviembre) no puede ser más diferente de lo que los dos partidos, analistas y periodistas y muchos ciudadanos pensaron hace solo unos meses que sería.

En el campo republicano, el hartazgo con la clase política y las instituciones, las ansiedades económicas, la exaltación del “nativismo” frente a los inmigrantes y un renovado miedo al terrorismo han dado alas al tradicional fenómeno de candidatos ‘outsiders’. No es nuevo, pero esta vez no se trata de una nota a pie de página de la campaña, sino que está en la primera página, elevado a la máxima potencia en la figura de Donald Trump. El lenguaz y mediáticamente avivado magnate inmobiliario ha sido y sigue siendo un auténtico terremoto inesperado no solo dentro del partido conservador sino en toda la política nacional.

En terreno demócrata, mientras, aunque Hillary Clinton se mantiene firmemente como favorita para lograr la nominación, la candidatura de Bernie Sanders reta el aura de inevitabilidad de la que fue primera dama, senadora y secretaria de Estado, dando eco y voz a la base más progresista y confirmando -como Trump o el neurocirujano Ben Carson en el flanco conservador-, que hay espacio, y mucho, para alternativas no convencionales.

NADA ES LO QUE SE PENSÓ

No hace tanto se daba por sentado que el relevo para los ocho años de mandato de Barack Obama saldría de un duelo de tintes dinásticos entre Clinton y Jeb Bush, que busca ser el tercer miembro de la saga en ocupar el Despacho Oval tras su padre y su hermano.

El exgobernador de Florida se planteaba como la opción ideal para un Partido Republicano ansioso por no repetir los errores del 2012 y completar el giro en busca del votante de un país demográficamente cambiado. Visto como suficientemente moderado para unificar al partido y suficientemente conservador para medirse con éxito a Clinton en las presidenciales, Bush parecía también el elegido de los grandes donantes conservadores, que pusieron 100 millones de dólares en las arcas de su campaña.

Hoy, sin embargo, a Bush le han pasado por la derecha Trump, el senador y favorito del Tea Party Ted Cruz (un reto diferente pero no menos inquietante para el ‘establishment’ republicano) y Marco Rubio, el joven y ambicioso senador que él mismo apadrinó en Florida. En las encuestas, tanto nacionales como en Iowa, Nuevo Hampshire y Carolina del Sur (escenarios de las tres primeras citas de caucus y primarias el mes que viene) sus porcentajes son irrisorios, por detrás de los de ese trío dominante pero también de los de Carson, del gobernador de Nueva Jersey, Chris Christie y, en el caso de Nuevo Hampshire, también por el cuarto contendiente que no descarta el aparato: John Kasich, gobernador de Ohio.

DUDAS Y (CASI) CERTEZAS

Las aguas que hace la campaña de Bush son el último recordatorio (pero ni mucho menos no el único) de que ni el dinero ni la experiencia lo son todo en esta campaña fascinante. Antes incluso de que se emitan los primeros votos el 1 de febrero en Iowa han quedado ya en la cuneta tres gobernadores conocidos y bien financiados (Scott Walker, Bobby Jindal y Rick Perry) y han tirado también la toalla un experimentado legislador (Lindsay Graham) y el exgobernador de Nueva York George Pataki.

Quedan, no obstante, 12 candidatos, y aunque es predecible la purga tras las primeras votaciones y el ‘supermartes’ del 1 de marzo, nadie se atreve a poner la mano en el fuego aún sobre quienes formarán parte de la lucha final, que posiblemente empezará a quedar dirimida a finales de marzo, para cuando estarán decididos más del 60% de los delegados. Aun así, cobra fuerza el fantasma de que los republicanos lleguen a la convención en julio en Cleveland sin ningún candidato con el número suficiente de esos delegados para asegurarse la nominación (hacen falta más de la mitad de los 2.472), un escenario de pesadilla para los conservadores, que no viven una convención disputada desde 1948.

A Trump pocos le ven opciones de lograr la nominación republicana, pero son menos aún los que se atreven a descartar esa opción. Y su tsunami ha oscurecido la lucha demócrata, mucho más reducida y desigual pero también inesperada. El exgobernador de Maryland,Martin O’Malley, es una mera anécdota (recientemente solo una persona acudió a uno de sus actos electorales en Iowa) pero con Sanders, sus mítines multitudinarios y su gran ejército de pequeños donantes y voluntarios, las bases dan un recordatorio a Clinton de que esperan algo más que un giro de discurso hacia la izquierda. Y aunque el senador de Vermont no ha logrado de momento extender su atractivo a importantes bloques de votantes demócratas imprescindibles para tener opciones, una potencial victoria suya en Iowa o New Hampshire podría hacer mella en la lucha de Clinton por la presidencia.

ECONOMÍA Y TERRORISMO

La batalla final no es menos inescrutable en un país que vive una profunda y creciente división ideológica pero donde todavía hay suficientes votantes independientes como para inclinar las elecciones presidenciales de un lado u otro. Es de prever que todo vuelva a decidirse en aproximadamente una docena de estados bisagra, en algunos de los cuales se libran también disputadas batallas para el Congreso, actualmente controlado por los republicanos, que aunque remotamente ven la posibilidad de perder la mayoría en el Senado.

En estas elecciones hay, no obstante, variables mucho más fundamentales que quienes son los candidatos o cómo construyen su estrategia o buscan movilizar a un electorado en buena parte entregado desde hace tiempo a la desilusión y la apatía (en 2012 el índice de participación en las presidenciales fue del 55%). Son el estado de la economía y la seguridad nacional. La recuperación es obvia pero va acompañada de un estancamiento de los sueldos y una sensación creciente de ansiedad en una clase media que se desvanece y está peor de lo que estaba al final de la gran recesión.Además, el temor a la actividad terrorista (con el que los republicanos azuzan la islamofobia) se ha disparado como nunca desde el 11-S del 2001 tras el atentado de París y el tiroteo de San Bernardino (California).