Pese a su inmenso poder, las cifras, sobre todo cuando son las de la muerte, no sirven por sí solas. Tienen fuerza y simbolismo, algo que se comprueba ahora que en Estados Unidos se alcanza la lúgubre marca de 100.000 fallecidos por el coronavirus, casi el 30% de todos quienes han sucumbido a la pandemia en el mundo. Y hay algo solemne que llama a la reflexión en ese número, aun así incapaz de transmitir todo lo que representa, de contar lo incalculable, de ajustarse plenamente a una realidad donde las causas de muerte a veces se difuminan.

Es en cada historia individual de los fallecidos, en otros números detrás de ese número, en realidades que escapan a dígitos, donde se encierra el demoledor poder de la epidemia en EEUU. El 80% de los fallecidos, por ejemplo, han sido mayores de 65 años, un golpe a la tercera edad que ha obligado a prestar atención a sus condiciones de vida, especialmente en geriátricos. Y las disparidades raciales y socioeconómicas han colaborado en acentuar la letalidad: el covid-19 se ha cebado en EEUU con negros e hispanos, desbaratando la proporcionalidad entre peso en la población y en los obituarios.

Con sus 100.000 muertos el país ahora lucha por regresar a la normalidad en los 50 estados, incluso en Nueva York, desde el primer momento epicentro de la epidemia y donde solo en la Gran Manzana se han registrado una de cada cinco muertes.