L as grandes conquistas sociales en Estados Unidos, así como sus periódicos retrocesos, se gestan en la calle, se ensayan en los estados y se pelean en Congreso, pero es a menudo en el Tribunal Supremo donde se acaban decidiendo. Sus nueve jueces vitalicios, nombrados por el presidente de turno cada vez que se abre una vacante, dictan la suerte de las leyes más controvertidas con la Constitución como baremo. Fue allí donde se codificó el régimen de segregación racial (1896); donde empezó a desmontarse con la integración de los colegios (1954); donde se prohibió la discriminación legal de las mujeres (1971); se legalizó el aborto (1973); se avaló el derecho a tener armas en casa (2008) o se autorizó el matrimonio homosexual (2015). Tener el control del Supremo es tener la llave de los tiempos.

De ahí la guerra política sin cuartel que se ha abierto ante las prisas de Donald Trump por reemplazar antes de las elecciones del 3 de noviembre a Ruth Bader Ginsburg, la magistrada feminista y heroína de la América liberal fallecida recientemente. Su muerte ha incrustado un factor inesperado en la ecuación electoral, elevando la trascendencia ya de por sí mayúscula de los comicios.

El desenlace de la pugna podría tener consecuencias inmediatas si el presidente pierde las elecciones y acaba impugnando el resultado como viene sugiriendo desde hace tiempo. «Es mejor si nombramos a alguien antes de los comicios porque creo que el fraude que están cocinando los demócratas acabará resolviéndose en el Supremo», dijo esta semana tras incidir en las supuestas irregularidades del voto por correo. No hay ninguna evidencia de fraude alguno, pero Trump continúa preparando el terreno para no reconocer el resultado. Ya en el año 2000 los magistrados del Supremo los que dieron la victoria a George Bush sobre Al Gore tras los problemas con el recuento de Florida. Y ahora Trump tiene prisa por garantizarse una corte a su medida. Ayer nombró a Amy Coney Barrett para reemplazar a Ginsburg.

De salirse con la suya, el Supremo tendrá seis jueces conservadores frente a tres progresistas, un desequilibrio que les garantiza el control de la corte durante la próxima generación. Si bien los magistrados son nominalmente independientes, las doctrinas legales con las que interpretan la Constitución están muy ligadas a su ideología.

Los demócratas acusan a sus rivales de «hipocresía». Hace cuatro años bloquearon al juez propuesto por Obama para suplir la vacante del conservador Antonin Scalia esgrimiendo que quedaban ocho meses para las elecciones, pero ahora no tienen reparos en imponer a su candidata a poco más de un mes de los comicios.

El dramatismo demócrata está justificado. Hay mucho en juego. Desde el derecho al aborto, al futuro de los sindicatos, la mejora de las oportunidades de las minorías, las regulaciones medioambientales o los derechos de la comunidad LGBT. El primer pilar que podría desaparecer es la reforma sanitaria de Obama, que los conservadores han tratado de derogar desde hace una década. El Supremo comenzará a debatir su constitucionalidad el 10 de noviembre. H