Bajo una cúpula enorme, la más grande que han visto nunca, dos hombres hablan de Turquía y de sus enemigos. En el recinto, hay un silencio sepulcral: solo se les oye a ellos dos.

-«Este lugar es muy importante -dice el primero, guardia de seguridad-. Demuestra que todos los turcos estamos detrás de nuestro presidente. Que cuando queremos hacemos cosas espectaculares».

-«Claro, claro... Es impresionante», responde el segundo, un turista.

-«Hay muchos países que están en nuestra contra. Turquía tiene muchos enemigos. Y este sitio demuestra que somos fuertes. Que nadie puede con nosotros».

-«Ya entiendo. Nunca había visto nada así».

Después, continúan hablando de la grandiosidad de la edificación, pero, al poco, una mujer les interrumpe: es otra guardia, que recorre el recinto pidiendo a las mujeres que abandonen la sala, que vayan al piso de arriba para seguir el rezo, porque allí, en la sala central de Çamlica, la mezquita más grande de Turquía -y una de las más nuevas-, durante la plegaria, solo puede haber hombres.

El guardia y el turista asienten, callan y se acercan al 'mihrab', donde está el imam. Empieza la llamada a la oración. Hay, en total, unas 200 personas; muchísimas para ser un jueves por la mañana. Pero parecen pocas: el lugar es tan descomunal que llenarlo es casi imposible.

SILUETA MASTODÓNTICA

Todo empezó con un sueño de Erdogan. «Construiremos en la montaña de Çamlica una mezquita gigante. La hemos diseñado para que se pueda ver desde todos los rincones de Estambul», dijo el presidente turco -entonces primer ministro- en el 2013, antes de que empezasen las obras. Terminaron, finalmente, en marzo del 2019: desde entonces, el sitio está abierto al público.

Lo que prometió, lo cumplió: la mezquita de Çamlica, con capacidad para 63.000 personas, es bien visible. Su silueta mastodóntica está siempre allí: domina, como un trofeo enorme en una estantería vacía, el paisaje entero del lado asiático del estrecho del Bósforo.

«Este sitio no es funcional. Ni quiere serlo -dice Bülent Batuman, profesor de arquitectura urbana de la Universidad de Bilkent-. No es accesible; nadie lo llenará. Es solo un legado que Erdogan quiere dejar en Estambul. Marcar su huella en la ciudad».

Hay más. Çamlica, a parte de un lugar donde ir a saciar la sed de religión, es, también, un complejo con un museo de arte islámico, una librería, una galería de arte y un centro de conferencias. En el sótano, porque el sitio está lejos de todo y rodeado de autopistas, hay un párking con capacidad para 3.500 coches. Çamlica es mucho más que una mezquita.

«Cuando el AKP [el partido de Erdogan] llegó al poder en el 2002, distribuyó los recursos públicos entre los suyos, lo que creó una nueva élite rica, conservadora y muy religiosa. Era gente que ganó mucho dinero en muy poco tiempo -explica Ahmet Ersoy, historiador y profesor de la Universidad del Bósforo-. Como pasa con todos los grupos sociales emergentes, necesitaban algún tipo de legitimidad, así que se engancharon a la nostalgia otomana para mostrarse, a ellos mismos, como parte de esa élite antigua. Eso les dio un cierto sentimiento de identidad».

«Están interesados en el componente islámico del Imperio y su historia de dominación mundial. Así que utilizan el pasado otomano para proclamarse, a ellos mismos, como los verdaderos herederos de la tradición islámica. Esto es lo que Erdogan tiene en mente. Y él, en esta revolución cultural, se cree el elegido», continúa Ersoy.

Çamlica tiene, en este proceso, un papel destacado.

Hasta hace 15 años, en Turquía, el espacio público lo dominaban las antiguas élites seculares del país. Pero ahora, otras nuevas pugnan por ocupar su lugar.

ISLAM EN TAKSIM

Senol se conoce Taksim como si fuese el mismísimo salón de su casa: por algo lleva yendo allí cada día -o casi- desde hace 20 años para vender castañas. «Oh, no tiene nada que ver. La plaza ha cambiado muchísimo. Antes, por ahí pasaban los autobuses», dice, y marca, extendiendo el brazo, hacia el norte de Taksim.

«Por allí iban los coches -añade, esta vez señalando al monumento de la Independencia de la República, al oeste de su carrito-. Era una rotonda. La verdad, antes la plaza estaba mucho mejor, sobre todo porque había más espacio. También era más verde. Ahora parece un desierto de asfalto».

Pasado el monumento al que señala el hombre está, sin embargo, el mayor cambio que experimentará la plaza Taksim. Allí, a velocidad supersónica, porque las prioridades son claras, el gobierno turco está levantando otra mezquita enorme. La construcción del edificio está prevista que acabe en el verano del 2020.

El mensaje es claro: el centro, el punto de referencia, ya no es la república sino el islam. «Taksim, desde la creación de Turquía en 1923, siempre fue el muestrario del país. Era el foco de la actividad política: donde pasaba todo lo relacionado con la modernidad, lo que quería ser el Estado», explica Batuman. «Hoy es una especie de centro. Si algo pasa en Turquía, pasa en Taksim. Y precisamente por esto, Erdogan usa la plaza como el escaparate de su nueva Turquía: un país global y líder del mundo musulmán», analiza.

REDEFINIR EL PASADO

«Por su enorme carga simbólica, el Gobierno ha actuado muy agresivamente para transformar y destruir Taksim -considera Ersoy-. La idea es simple: reescribir la historia, eliminar los elementos republicanos e inyectar referencias al pasado imperial otomano. Y aquí, claro, entra la nueva mezquita».

La construcción, cuando abra, tendrá espacio para 2.500 personas y será, además, una victoria enorme para Erdogan. Los islamistas, en Turquía, llevan reclamándola desde los años 60. Cuando Erdogan fue alcalde de Estambul, en 1994, la intentó construir, pero no pudo.

Ahora, por fin, lo ha conseguido. «Estoy encantado con ella. La que hay al lado es una capillita muy pequeña; no era suficiente para toda la gente que hay aquí», se alegra Senol.

«No hacía falta hacerla tan descomunal. Si hubiesen hecho una remodelación de la mezquita actual, hubiese estado a favor. Pero no así», dice Hatice, una joven que ha vivido toda su vida en el barrio donde está la plaza. Su madre, cuenta la chica, es muy religiosa y está entusiasmada con el nuevo edificio. Ella, no. «Beyoglu antes era un sitio intercultural, con gente de todos sitios y creencias. Yo lo recuerdo así. Ahora ya no lo es: lo han destruido», se queja.

COMPLEJO DE INFERIORIDAD

Erdogan quiere, cuando deje de gobernar Turquía, que los turcos le recuerden no como un presidente más sino como el más importante.

Va camino de conseguirlo: ya ha gobernado más tiempo que el padre fundador de la patria, Mustafá Kemal Atatürk. «Erdogan -dice Andrés Mourenza, coautor de la biografía del presidente turco 'La democracia es un tranvía'- tiene un cierto complejo de inferioridad porque viene de una extracción social humilde. Desde su llegada al poder, ha trabajado para que su legado le sobreviva y mediante el cual pueda mirar de igual a igual a las grandes familias turcas».

Y no solo es cuestión de mezquitas: por toda Turquía, durante los últimos años, decenas de escuelas primarias y secundarias han sido bautizadas con el nombre del presidente turco. También tiene erigida, en su honor, la Universidad Recep Tayyip Erdogan. El estadio del equipo de primera división Kasimpasa -el barrio de Estambul donde nació Recep Tayyip Erdogan- se llama, oh, sorpresa, Recep Tayyip Erdogan. Recep Tayyip Erdogan es omnipresente.

Pero las mezquitas, todas construidas al estilo otomano, son sus preferidas. «Él ve como todos los grandes sultanes del Imperio dejaron en Estambul grandes mezquitas y su impronta. Y él se cree igual. No puede ser menos», afirma Batuman. «En la península histórica de Estambul -añade Ersoy-, está esa silueta gloriosa, y Erdogan ha dejado muy claro que quiere formar parte de ella. Se define a sí mismo como una autoridad casi sultánica. Y quiere confirmar su legitimidad para serlo. Por eso ha construido la mezquita de Çamlica».

Casi todas las nuevas mezquitas, para dejar claro el mensaje y que nadie se confunda, son construidas siempre iguales: una gran cúpula central rodeada de semicúpulas más pequeñas, todas ellas cubiertas de planchas de metal oscuro. Flanqueando el edificio y el patio delantero, los minaretes: siempre estrechos y altísimos, puestos en vertical como bolígrafos a los que se les ha quitado la capucha para poder escribirle, así, algunas palabras bonitas al cielo.

Es, siempre, el mismo estilo: el que ideó el arquitecto más glorioso en el momento más glorioso del Imperio Otomano -en el siglo XVI-, Mimar Sinan. Ahí es donde apunta Erdogan: equipara, a través de la arquitectura, sus años de mandato a los mejores años de dominación otomana de Europa, cuando Suleyman el Magnífico y sus jenízaros sitiaron Viena y estuvieron a punto de conquistarla.

«Lo que está ocurriendo es que un hombre se está conectando a sí mismo a un linaje dinástico, y esto me parece vergonzoso -opina Ersoy-. Y, por otra parte, todas estas construcciones están hechas sin demasiados recursos: la arquitectura que promueve Erdogan está vacía y es muy pastiche, algo que va muy bien con este nuevo fenómeno goblal populista del que forma parte. Walter Benjamin lo definió como la estetización de la política, que se convierte en algo muy superficial y cosmético; un espectáculo que no tiene contenido pero que captura los pensamientos de la gente».

«Y esto es lo que pasará con la mezquita de Çamlica -continúa-. Puede que acabe siendo una mezquita muy popular entre los turistas, pero si lo que quieres hacer es una mezquita que recuerde a la arquitectura otomana clásica, debes saber sobre arquitectura otomana clásica. No es suficiente copiar y pegar en tu ordenador».

El rezo, mientras tanto, ha terminado ya y, poco a poco, los 200 hombres que rezaban en Çamlica van abandonando la mezquita.

Antes de que se vayan todos, un turista turco-alemán para a otro hombre y le pide que le sostenga el teléfono. «Por favor, señor, será solo un segundo».

-«Mire, grabe así, haciendo una panorámica. Que se vea todo, y luego me enfoca a mí. Yo me coloco aquí».

El desconocido asiente con la cabeza, coge el móvil y aprieta el botón rojo:

-«¡Hola, familia! Esta mañana he ido a Çamlica. Es una auténtica barbaridad. ¡Qué pasada!».