«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Esbozando una sonrisa, sin siquiera abrir la boca, pero luciendo en la palma de la mano un mensaje redentor, casi mesiánico, con la referencia Lucas 23:34. Con ese versículo bíblico, el catalán Artur Segarra reivindicaba su declaración de inocencia ante la prensa, antes de escuchar la sentencia del juez tailandés que en abril del 2017 le condenaba a muerte por acabar con la vida y descuartizar al empresario y también español David Bernat. El Tribunal Supremo del país asiático confirmó ayer la pena capital para Segarra, que había recurrido el fallo, quejoso de un veredicto sin que se contara con testigos directos del crimen.

Las pruebas señalan a Segarra como el responsable de sostener la bolsa de plástico con la que la víctima falleció asfixiada, así como de desmembrar su cadáver y colocar sus partes en una nevera para conservarlas antes de arrojarlas al río Chao Phraya, donde las autoridades lo localizaron días después. Los forenses determinaron que Bernat falleció tras seis días en los que permaneció sin agua, ni comida, sometido a torturas y vejaciones. Unas condiciones angustiosas para llevarle al límite y, según sostenía la acusación, que acabara confensando las contraseñas de sus opulentas cuentas bancarias. A sus 39 años, la víctima era un reputado consultor informático que se embolsaba 1.500 euros diarios trabajando para los gobiernos de Irán y Birmania.

Un suculento botín a ojos de cualquier mente con desviaciones criminales. También la de Segarra, cuya extroversión le llevaba a mostrarse sin precauciones como un Robin Hood del siglo XXI. «Llevo robando toda mi vida. No sé hacer otra cosa. Pero robo a los ricos, y muchas veces es para dárselo a los pobres», fabulaba una noche de septiembre, en el 2015, ante el escritor Joaquín Campos, que ya le estaba investigando para escribir un libro. Esas actividades fraudulentas eran su único sustento en Bangkok y anteriormente en España. Huyó de su país precisamente por su presunta relación con una red que estafó a un centenar de ancianos con las promesas de una renta de por vida a cambio de vender sus viviendas. Tras el crimen, también logró escapar hasta Camboya, donde la policía lo localizó y detuvo a los pocos días, antes de extraditarlo a Bangkok.

Pero nunca antes se le había relacionado con delitos de sangre. No obstante, esa misma velada ya avanzaba un golpe maestro con algunos cambios en su proceder habitual, según reveló Campos a este diario: «Estoy preparando un nuevo golpe de 300.000 dólares. Aunque esta vez será algo diferente».

Confabulación

Una de las pruebas más comprometidas para Segarra tiene que ver con el millón de dólares que acabó en su cuenta bancaria procedente de fondos de la víctima en Singapur y Tailandia. Una operación encriptada que conlleva cierta complejidad, extremo que sumado a la ausencia de delitos de sangre en su expediente llevan a pensar a Campos que el acusado no actuó solo, como refleja en su libro La verdad sobre el caso Segarra. «Creo que contrató a sicarios tailandeses o se asoció con gente equivocada», afirma el escritor.

Otras pruebas que lo relacionan con el crimen son los restos de sangre de Bernat en el piso de Segarra, además de grabaciones de cámaras de seguridad donde aparecen ambos entrando en el bloque de apartamentos que ya nunca abandonaría con vida la víctima. Para acabar de estrechar el cerco, su expareja tailandesa declaró que el ya procesado se había desembarazado de una caja de cuchillos.

Tras confirmarse la sentencia en firme, Segarra puede solicitar clemencia a los reyes de Tailandia.