A lo largo de las décadas, Estados Unidos ha buscado la «independencia energética» para satisfacer sus necesidades sin tener que depender de incómodos aliados geopolíticos o verse afectado por las fluctuaciones en los precios del petróleo y las crisis derivadas de su oferta, como las que sacudieron al mundo en los años setenta. Esa doctrina aspiraba a la autosuficiencia, pero desde la llegada de Donald Trump al poder ha sido reemplazada por un nuevo eslogan: la «dominancia energética». El magnate se ha propuesto convertir a EEUU en la gran superpotencia energética del mundo, el líder indiscutible en la producción de combustibles fósiles, un objetivo para el que se ha aliado sin tapujos con la industria ignorando las alarmantes advertencias sobre el cambio climático.

Su Administración ha apostado de lleno por la fracturación hidráulica, la tecnología que ha revolucionado la extracción de gas natural y petróleo en la última década. El fracking ha abierto una nueva época de abundancia para los combustibles sucios y ha convertido a EEUU por primera vez desde 1973 en el primer productor mundial en hidrocarburos por delante de Arabia Saudí y Rusia. Pero el fracking, que consiste en inyectar millones de litros de agua y químicos a presión en el subsuelo para fracturar la roca y liberar las burbujas de gas y petróleo almacenadas en sus cavidades, también desprende metano en la atmósfera.

Ajena a esas preocupaciones, como demuestra su salida del Acuerdo del Clima de París, la Administración Trump ha puesto a disposición de las petroleras vastas extensiones de terrenos públicos para dedicarlos a la prospección de hidrocarburos. Solo en el último año fiscal, sacó a subasta 5,1 millones de hectáreas, dos veces la superficie del estado de Massachusetts y tres veces más de lo que Barack Obama subastó de media durante su segundo mandato. Casi todos los predios están en el oeste del país e incluyen hábitats de especies amenazadas o monumentos nacionales como los cañones de los indios de un pueblo en Colorado.

«Prácticamente todas las políticas que Trump ha adoptado desde el principio han ido dirigidas a fomentar los combustibles fósiles a expensas de las energías renovables», dice a este diario Lauren Pagel desde Earthworks. «Deberíamos estar liderando los esfuerzos para reducir las emisiones contaminantes, pero vamos en la dirección contraria». El arrendamiento de tierras federales al mejor postor, que concede a los compradores el derecho a explotarlas en perpetuidad a cambio de unas regalías del 12,5% para el Estado, ha ido acompañado de un plan para abrir la casi totalidad de las aguas territoriales estadounidenses a la prospección de hidrocarburos.

PLAN PROGRESIVO / El plan es progresivo, pero incluye todas las costas del país, desde el Golfo de México al Atlántico, pasando por el Pacífico y zonas protegidas del Ártico en Alaska. La Administración está bailando la partitura de la industria, que el año pasado se gastó 100 millones de dólares (80 millones de euros) en lobi en Washington, según OpenSecrets. La barra libre para perforar las aguas y tierras del país ha ido acompañada por una desregulación masiva de los controles impuestos al fracking. No tiene que cumplir con los estándares para la protección del agua y el aire gracias a las gestiones de Dick Chenney durante la Administración Bush. Obama no pudo cambiarlo en el Congreso, pero sí impuso controles.

Obligó a sellar los pozos con cemento para evitar las fugas. Impuso límites a las emisiones de metano. O forzó a las compañías a hacer pública la coctelera de químicos que inyectan. Pero todas esas medidas son ya historia. Trump las ha derogado. El resultado ha sido el esperado. La producción de petróleo en tierras federales ha aumentado un 25% desde el final del mandato de Obama y en estados como Wyoming las emisiones de metano que se ventila o se quema en la atmósfera han crecido un 72%.

El boom ha engordado las arcas del Gobierno federal y los estados, y ha revitalizado varias regiones con miles de puestos de trabajo y copiosas regalías para los estadounidenses que han vendido los derechos de explotación de su subsuelo. Pero también está arruinando la vida de muchos otros porque el fracking es tremendamente invasivo. Los pozos, compresores o gasoductos se incrustan en zonas urbanas y pueblos rurales. Lugares tranquilos pasan a ser zonas industriales donde se trabaja las 24 horas con una polución lumínica y sonora insoportable. Se han contaminado ríos y manantiales. Han proliferado los temblores de tierra. Y miles de personas han tenido que acostumbrarse a vivir con dolores de cabeza, picores, vómitos, hemorragias nasales o dificultades para respirar. Uno de los precios del fracking.