«Mejor morir de pie que vivir sentado; aquí no hay virus; ¿acaso los ve usted volando?; yo tampoco los veo». Esbozando una sonrisa, y enfundado en una aparatosa equipación de jugador de hockey sobre hielo, el presidente de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, declaró hace unos días sentirse muy al abrigo del covid-19. Participaba en un partido de aficionados de su deporte favorito, y mantenía la teoría de que las «bajas temperaturas» en el interior de la pista helada impedían que la enfermedad se transmitiera de persona a persona.

Bielorrusia es uno de los escasísimos estados europeos que no ha decretado medidas de excepción para frenar la pandemia. Las escuelas se mantienen abiertas, la liga local de fútbol continúa jugándose (la única de toda Europa y una de las pocas del mundo), los movimientos de los ciudadanos no han sido restringidos y festivales musicales no han sido cancelados.

Según el último balance, se han producido poco más de 2.500 casos de infección y 26 fallecimientos. A decir de las autoridades sanitarias locales, en el país hay más sistemas de ventilación asistida por 100.000 habitantes que en Italia o EEUU. Lukashenko, quien el próximo agosto debe revalidar su longevo mandato de un cuarto de siglo en unas elecciones presidenciales sin rivales de peso, mantiene que no hay razones para paralizar la economía.

Pero una cosa es la versión oficial de las autoridades del país y otra lo que piensan los bielorrusos, a decir de Andrei Dmitrev, de la oenegé Di la verdad. De acuerdo con este activista, una «inmensa mayoría, un 90%» de la ciudadanía, desconfía del optimismo gubernamental y ha adoptado ya de forma unilateral medidas de protección sin esperar instrucciones desde el Estado, bautizado por los medios de comunicación como la «última dictadura de Europa».