Aung San Suu Kyi defenderá en La Haya a su país de lo indefendible. Es previsible que esta semana se escenifique en la Corte de Justicia Internacional (CJI) la polarización que genera el asunto rohingya: a un lado, Myanmar; al otro, el resto del mundo. No será fácil para la lideresa birmana, depositaria de los ideales de la democracia y la libertad cuando luchaba contra la dictadura militar y desdeñada hoy como traidora por gobiernos y organizaciones de derechos humanos. Su pasotismo o complicidad con la tragedia de la etnia musulmana la ha llevado al banquillo de los acusados con su reputación ya embarrada.

Gambia, un pequeño país del África occidental y con mayoría musulmana, denunció en noviembre a Myanmar por genocidio. Esta semana pedirá al panel de 15 jueces que la obligue a detener los desmanes con los rohingyas o, al menos, que dicten medidas provisionales inmediatas en un proceso que podría alargarse durante meses. Es el primer caso de un país que denuncia a otro en la CJI sobre un asunto que no le atañe directamente.

ODIO RACIAL

Las atrocidades están documentadas. Un informe del año pasado de la ONU hablaba de voluntad de genocidio y de atroces violaciones de derechos humanos del Ejército birmano con el amparo de los discursos de odio racial y la destrucción de pruebas del Gobierno civil. Myanmar justifica las campañas militares en la lucha contra el terrorismo y ha emprendido comisiones de investigación que no han convencido a nadie.

El informe de la ONU se centraba en lo ocurrido después de que un ataque del Ejército de Salvación Rohinyá Arakan a comisarías y bases militares dejara decenas de muertos. La respuesta de los militares fue inmediata, desproporcionada e indiscriminada: asesinatos, violaciones grupales, quemas de poblados Dejó unos 10.000 muertos, según una estimación "conservadora, y empujó a la diáspora a 700.000 rohingyas en condiciones que pusieron al fin el foco global sobre la comunidad más castigada del mundo. Huyeron a la carrera y vagaron a la deriva hacinados en barcos herrumbrosos, sin agua ni comida, rechazados por todos los países de la zona y abandonados en alta mar por las mafias. La mayoría malvive aún en campos de refugiados de Bangladesh en condiciones infrahumanas que consideran preferibles a encontrarse de nuevo con los militares birmanos.

EN TIERRA DE NADIE

Los rohingyas, descendientes de comerciantes árabes, han vivido durante siglos en Myanmar aunque carecen de Estado. La antigua Birmania les niega la nacionalidad y los considera inmigrantes bangladesís ilegales porque no pudieron acreditar que estuvieran antes de 1823. Tampoco los reconoce Bangladesh, que les niega el derecho a la educación y la sanidad.

Las tropelías de los militares han sido negadas con tozudez por Suu Kyi. Podríamos haber gestionado la crisis de forma diferente es lo más parecido a una asunción de culpas que ha pronunciado contra el amontonamiento de evidencias. Las acusaciones descansan, según la dama, en la ignorancia de la complejidad étnica de su país. Su postura ha limado las simpatías globales y apuntalado el afecto en un país de mayoría budista que mira con aprensión a los rohingyas.