Nadie en Portugal niega la inteligencia y pragmatismo del primer ministro, António Costa, ¿Quién si no hubiera sido capaz de mantener durante cuatro años una alianza con la izquierda radical y antieuropeísta y a la vez erigirse en defensor de la consolidación fiscal que le pide Bruselas? ¿Quién si no hubiera podido finiquitar algunas de las políticas más sangrantes de la austeridad sin descuadrar las cuentas? La diferencia es que donde sus simpatizantes ven a un hábil negociador, sus detractores hablan de un manipulador.

Alcalde de Lisboa durante ocho años, Costa, de 58 años y militante en el Partido Socialista desde los 14, ocupó varias carteras ministeriales en distintos gobiernos hasta convertirse en primer ministro tras unas elecciones... que no ganó. En el 2015 fue el centroderechista Pedro Passos Coelho el vencedor de los comicios. La de ayer fue su primera victoria en unas elecciones legislativas. El premio a una gestión de Gobierno en minoría que no era fácil.

Abogado de formación, Costa nació en Lisboa y se crió en el ambiente intelectual que frecuentaban sus padres, un antiguo dirigente comunista de origen indio, Orlando da Costa, y la periodista Maria Antonia Palla, socialista. Está casado con una profesora y es padre dos de hijos.

Seguidor del club de fútbol lisboeta Benfica, se declara amante de la cocina, del cine y del fado siendo los puzles otros de sus pasatiempos favoritos. Pasa horas encajando piezas, con la misma perseverancia que las hace encajar en política.

También da puñetazos en la mesa. Como cuando en el mes de junio pasado amagó con dimitir porque la derecha amenazaba con apoyar una moción de sus socios de izquierda para devolver a los profesores de enseñanza secundaria el salario del 2010, con efectos retroactivos. Costa amenazó con dimitir y la moción ni se llegó a votar.

El temperamento

Bajo la apariencia jovial y de bonhomía que le dan las gafas que lleva siempre puestas, se esconde un hombre temperamental. Un carácter fuerte que el viernes, último día de campaña, le jugó una mala pasada, cuando se enfrentó a un hombre mayor en plena calle que le recriminó que durante los incendios del 2017 estuviera de vacaciones. Era mentira, pero Costa se lo dijo gritando y de muy malas maneras hasta el punto de que tuvo que intervenir su escolta personal. La puñalada le dolió porque el tema de los incendios, que causaron más de 100 muertos y que en otro país hubiera servido de arma arrojadiza contra el primer ministro, había estado ausente de la campaña.

No así el que ha sido el escándalo de una legislatura por lo demás plácida: el llamado caso Tancos, el robo de un arsenal militar hace dos años en un cuartel que luego reapareció y que ha vuelto a la actualidad con la acusación fiscal de prevaricación al ministro de Defensa, José Azeredo.

Pero también el primer ministro ha conseguido pasar de puntillas sobre este asunto. Y con la misma habilidad se ha distanciado de los escándalos que afectan a su predecesor, José Sócrates, que está acusado de fraude fiscal, blanqueo de capitales y corrupción en el 2014, el mismo año en que Costa llegó a la secretaría general del PS. Una habilidad difícil de no reconocer.