Si Israel no es capaz de firmar acuerdos de paz con sus vecinos acabará como los cruzados. Seremos expulsados dentro de 50, 100 o 200 años. Somos un cuerpo extraño incrustado en la región», me dijo Ilan Pappé en el 2005. Fue el primer historiador israelí que calificó lo ocurrido en 1948, en la creación del Estado de Israel, de limpieza étnica. Se refiere a Al Nakba, la catástrofe, como la llaman los palestinos. Millones fueron expulsados de sus casas y de sus tierras.

Israel cumple 70 años y seis guerras, con la séptima en redoble de tambores sin aún saber la dirección: Líbano, Siria o Irán. Y los cumple dividido, no solo por los palestinos que han caído en una trágica e injusta irrelevancia internacional, sino respecto a sí mismos.

Poco queda del sueño sionista de los Ben-Gurion, que tenía un barniz socialista y comunitario con los kibutz incorporados como modelo de vida al imaginario contracultural de los años 60 y 70. Hoy es una sociedad claustrofóbica sometida a los miedos del pasado y del futuro. El debate esencial se ha diluido ante el avance de la extrema derecha y de los partidos ultra religiosos.

Israel nace como consecuencia del Holocausto, el asesinato de seis millones de judíos en suelo europeo. Hay datos que sustentan la tesis de que los aliados tenían conocimiento del extermino en masa, quizá no en esa escala. Incluso hubo planes de bombardear Auschwitz. Del sentimiento de culpabilidad surge una parte de la impunidad israelí dentro y fuera de sus fronteras. Cualquier acusación de antisemitismo paraliza a Europa. Los palestinos se sienten víctimas de las víctimas.

En estas siete décadas Israel ha ocupado gran parte de la tierra otorgada a los palestinos en la partición acordada por la ONU en 1947. Es verdad que los gobiernos árabes tienen mucha responsabilidad en el mapa actual; ellos empezaron la guerra del 48 dando pie a que los sionistas se lanzasen a la ocupación del Israel bíblico. Para ellos, los palestinos son una ficha en el tablero regional, un agitador emocional de la calle árabe. Yasir Arafat les dio algo esencial: la identidad. Su gran error fue no leer las consecuencias del 11-S. Sharon, un viejo zorro, le sacó de la lista del Nobel y le metió en la de Osama bin Laden.

Ha habido acuerdos de paz en estos 70 años, como los de Camp David en 1978 con el Egipto de Anuar el Sadat y Jordania en 1994. El coraje de Isaac Rabin, un halcón, permitió sentar las bases de los Acuerdos de Oslo (1998) que podrían haber marcado otra ruta para Israel y los palestinos. El asesinato de Rabin, primero, y la llegada de Netanyahu al poder después, descabalgaron esa opción. Desde entonces, los palestinos viven bajo una Nakba continua que les expulsa de sus casas y tala sus olivos.

Netanyahu y la ultraderecha israelí aspiran a la anexión de Cisjordania. La palabra hebrea que ha sido el motor de la creación del Estado de Israel es Ein breiera, que se puede traducir por «no nos ha quedado otra opción». Es la palanca que impulsa la Nakba en el 48, los bombardeos de Gaza, la muerte de civiles. Las guerras han cohesionado Israel, soterrando el debate fundacional sobre si debía ser un Estado laico o no. La necesidad de deshumanizar al enemigo, para poder eliminarle, trae consigo la deshumanización del que deshumaniza. La violencia ha infectado a la sociedad israelí, y de paso a la palestina.

Sionista revisionista

Netanyahu es un sionista revisionista, como su padre. Aspira al Gran Israel, un sueño peligroso porque la necesidad de ser siempre el más fuerte es una debilidad. Por eso Irán es hoy importante. Es el único enemigo fuera de control de sus Fuerzas Armadas.

Israel es una sociedad traumatizada por el recuerdo del Holocausto y el miedo a que se repita. Son miedos azuzados desde el poder. Para los revisionistas los únicos judíos dignos de la segunda guerra mundial fueron los luchadores del gueto de Varsovia; a los demás les acusan de dejarse llevar al matadero. Pero en los años 60 descubrieron el valor del Holocausto, cuyo recuerdo es capaz de ahogar cualquier crítica.

El poeta Mahmud Darwish definió el conflicto israelo-palestino como «una guerra de memoria», una manera hermosa de hablar del relato. Netanyahu ha conquistado todo, desde la tierra a las palabras. Parece una victoria incontestable. El problema es que su cortoplacismo no incluye estrategia a largo plazo; es una ruta suicida. El plan nuclear israelí recibió el nombre clave de Masada, la fortaleza en la que sus defensores judíos prefirieron quitarse la vida a someterse al emperador romano Tito.

Cualquier acuerdo con los palestinos sería un paso atrás que impediría la victoria total. Edward Said sostenía que los palestinos deberían renunciar a la ANP, pedir la nacionalidad israelí; que ocupen los territorios que ya ocupan y que les den los derechos de la ciudadanía. Esto forzaría a Israel a optar entre un Estado democrático pleno o un apartheid teocrático. Parece que la decisión está tomada.