La América conservadora está de enhorabuena. El nombramiento de Amy Coney Barrett para reemplazar a la jueza progresista Ruth Bader Ginsburg en el Tribunal Supremo está llamado a escorar todavía más hacia la derecha a la máxima institución judicial del país si la magistrada es confirmada en el Senado.

Un perfil ideológico que podría mantenerse durante una generación como mínimo. Barrett no debería decepcionar a sus mentores. Sus escritos académicos, declaraciones públicas y opiniones redactadas durante los tres años que ha pasado en el Tribunal de Apelaciones entroncan con la ortodoxia conservadora. Tanto en su oposición al aborto, como la defensa de las armas, la línea dura en inmigración o las objeciones hacia la reforma sanitaria de Obama.

No es su competencia intelectual la que está ahora en entredicho, sino su capacidad de desligar sus creencias de su interpretación de la Constitución y su trabajo como jurista.

Barrett es una católica devota y ha llegado a sugerir que los jueces deberían recusarse en aquellos casos que entran directamente en conflicto con su conciencia. Hace unos años les dijo a sus estudiantes que debían afrontar sus carreras en la judicatura como un medio «para construir el reino de Dios». Y es además miembro de People of Praise, una organización cristiana cuyos miembros se juran lealtad de por vida y enseña a situar al marido como la autoridad principal de la familia, según The New York Times .

Nacida hace 48 años en Nueva Orleans, una edad que podría convertirla en la magistrada más joven en la historia del Supremo, Barrett se graduó con los máximos honores en el Rhodes College, de afiliación presbiteriana, y la universidad católica de Notre Dame, situada en South Bend (Indiana) donde vive con su familia. Está casada con un abogado y tienen siete hijos, dos de ellos adoptados en Haití.

Su filosofía tradicionalista contrasta aparentemente con su vida de puertas afuera, ya que es su marido el que acarreado el peso de la educación de los hijos y la gestión de la casa. H