Ha pasado un año desde la irrupción de los chalecos amarillos, ese movimiento inédito que nació entre Facebook y la Francia suburbana para protestar contra el impuesto a los carburantes. Sorprendido por la amplitud y la violencia de una cólera que hizo visible a los perdedores de la globalización, el presidente francés, Emmanuel Macron, sacó el talonario, acentuó la represión y organizó un gran debate para sofocar el primer gran estallido social de su mandato cuando sólo llevaba 18 meses en el Elíseo.

Las medidas gubernamentales y el invierno redujeron el número de chalecos amarillos en las calles. El apoyo de la opinión pública se fue debilitando, el cansancio hizo mella... La tormenta ha amainado, aunque los expertos avisan: las causas que provocaron el cataclismo siguen ahí.

«Los motivos de la cólera no se han apagado, pero es difícil mantener un movimiento de contestación en el largo plazo. Pasó con los indignados. No podían quedarse durante años en la Puerta del Sol», analiza el sociólogo del Instituto Marcel Mauss, Albert Ogien, y añade que puede que de ahí sarga un partido político.

Otra pregunta es si la protesta ha servido de algo. Macron aumentó en 100 euros el salario mínimo, bajó los impuestos, volvió a ligar al IPC la subida de las pensiones más bajas, eliminó una tasa a los jubilados más modestos y prometió una prima de fin de año exenta de impuestos. En total 17.000 millones de euros para respirar y seguir adelante.