Quedan pocos iconos del siglo XX con vida. Fidel Castro era uno de ellos. Para sus más fieles seguidores, la figura de un anciano siempre sentado, que había abandonado el uniforme verde olivo y la guayabera por un chándal que era toda una declaración de estética, seguía siendo la imagen del hombre que devolvió Cuba a los cubanos; que les insufló el orgullo de ser los protagonistas de una revolución; que se enfrentó al gigante del norte que había convertido la isla en casino y burdel, el camarada que instauró la educación y la sanidad gratuita en un tercer mundo donde ambos servicios no existían, siendo la envidia de muchos incluso en el primer mundo. Sin embargo, el precio que los cubanos -afectos y no afectos al régimen- han pagado por ello es enorme. Muchos lo han hecho con sus vidas en horrendas cárceles o ejecutados tras juicios sumarísimos falseados o, simplemente, cruzando las pocas millas de distancia que separan la isla de EEUU en unas balsas artesanales que difícilmente lograban llegar a la otra orilla.

Los historiadores debatirán y dilucidarán si aquel guerrillero barbudo que entró triunfante en Santiago de Cuba el 1 de enero de 1959 ya era marxista-leninista o se convirtió a aquella doctrina por necesidad, para salvar la revolución mediante el apoyo de la Unión Soviética, porque, con la perspectiva del tiempo, es evidente que sin aquella ayuda el castrismo hubiera tenido una corta vida. Caída la URSS, la necesidad de contar con el paraguas de Venezuela para asegurar la supervivencia del país indica el fracaso de aquella revolución, fracaso ya anticipado en los intentos de emularla en otros lugares.

Su retirada del poder hace diez años abrió tímidamente la puerta a todo lo que la revolución había combatido, como el trabajo por cuenta propia o el derecho a emigrar. El cambio de ruta ha culminado con el restablecimiento de las relaciones con EEUU, el gran satán, y la visita del presidente Barack Obama a la isla, aunque siga pendiente el escollo del embargo. La figura de los últimos días de Castro, cuyas intervenciones públicas se limitaban en los últimos años a las reflexiones que desgranaba con regularidad en Granma, el diario del partido, era la de un anciano algo patético, la de la sombra del tirano que fue y que tan bien descrita está por la literatura latinoamericana.