La eclosión de Michelle Obama como la más efectiva adalid de Hillary Clinton, como prácticamente todo en la extraordinaria campaña electoral estadounidense de este año, era en gran parte impredecible. Pero se ha producido. Y de qué manera.

Desde que en julio ofreció en la Convención Demócrata uno de los más memorables discursos de la cita en Filadelfia, una intervención en la que pronunció el ahora ya famoso y constantemente repetido “cuando ellos se rebajan nosotros nos elevamos”, la primera dama mostró su capacidad para hacer con elegancia el más contundente alegato contra la potencial presidencia de Donald Trump.

Conforme la lucha electoral iba entrando en su fase decisiva, Obama se fue implicando como ninguna consorte presidencial antes en la campaña, ofreciendo de nuevo discursos de una energía y una repercusión que hacen palidecer los de la propia candidata. El máximo exponente fue una intervención que hizo en septiembre en Pensilvania donde, de nuevo sin mencionar el nombre del aspirante republicano a la presidencia, desarticuló no ya solo su candidatura sino sus estándares morales, esos que pasan, como dejó claro el infame vídeo del 2005, por la degradación de las mujeres como algo normal.

Ahora, en la recta final hacia las urnas, Michelle Obama ha culminado su ascensión hasta el puesto de joya de la corona para la campaña de Clinton, con la que el jueves apareció por primera vez en un acto en Carolina del Norte. Y el mero hecho de que la actual candidata hablara primero y se encargara de presentar a Obama dice, si no todo, casi todo de quién es la estrella.

EL PASADO Y BILL

El fenómeno no estaba inicialmente previsto por dos razones y una es la tensión que enfrentó a las dos mujeres en 2008, cuando Clinton se midió en las primarias a Barack Obama. Aunque ya se sabe cómo acabó aquel duelo, no todo el mundo recuerda que Michelle Obama fue de la últimas en hacer públicamente las paces con la mujer que se intentó poner en el histórico camino de su esposo a la Casa Blanca, memorias que han quedado enterradas bajo los halagos mutuos en que se deshicieron el jueves y en la imagen de su abrazo.

Por otra parte, muchos observadores habían apostado que quien tendría el papel protagonista en el asalto a la Casa Blanca de la exsecretaria de Estado sería Bill Clinton. Pero el hombre que siempre ha mostrado un talento natural para conectar con el ciudadano corriente -don del que no anda sobrada la actual candidata- ha quedado algo relegado en una campaña donde sus aventuras extramatrimoniales, las donaciones controvertidas a su fundación y sus discursos pagados se han convertido en vulnerabilidad, igual que meteduras de pata como cuestionar la reforma sanitaria.

Michelle Obama, en cambio, no tiene tacha. Su índice de popularidad está en el 64%, más de 10 puntos por encima del de su marido y más de 20 del de Hillary Clinton. Y no es muy distinto al que tuvieron en el ocaso de su estancia en la Casa Blanca otras primeras damas, como Laura Bush, pero la abogada de 52 años que definió su papel como el de "madre en jefe" ha decidido dar un paso que no dieron sus predecesoras. “Sé que algunos comentan que no hay precedentes de una primera dama tan activamente involucrada en una campaña presidencial y puede ser cierto, pero también lo es que esta es verdaderamente una elección sin precedentes”, decía el jueves a modo de explicación ante las 11.000 personas que convirtieron el mitin en uno de los de mayor público de Clinton.

Para Clinton, además, la primera dama es mucho más que un imán, la estrella mediática cuyos vídeos bailando en programas de televisión o en actos promoviendo el ejercicio y la comida sana se hacen virales . Como ha dicho el estratega demócrata Paul Begala, Michelle Obama"atrae a todos los bloques de votantes que necesitan los demócratas: jóvenes, gente de color, mujeres solteras y blancos con educación universitaria”. Y aunque muchos lleven tiempo ya ansiando que la primera dama inicie su propia carrera política, de momento su empeño es asegurar que llega a la Casa Blanca la mujer en cuyas manos está consolidar el legado de su esposo.