Dos lujosas camionetas aparcan frente a la marisquería. De la terraza se levanta de su mesa un grupo de hombres con gafas de sol acompañados de tres buchonas -como se conocen a las jóvenes operadísimas de curvas voluptuosas-. «Esos son narcos, se les reconoce fácil, ni se esconden. Aquí, quien más quien menos está metido en el negocio», susurra la periodista local Dulcina Parra, secuestrada hace una década por uno de esos cárteles. El crimen organizado pasea a sus anchas por Los Mochis, donde detuvieron por última vez al Chapo Guzmán en enero del 2016.

La segunda mayor ciudad sinaloense es feudo de un narcotráfico que ha permeado en la sociedad. Se trata de otro de los bastiones del cártel de Sinaloa, que desató su furia en octubre tras la detención de Ovidio Guzmán, hijo del capo más poderoso, en un operativo que acabó con su liberación y puso en duda la capacidad del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) para combatir el narco.

«El crimen organizado se beneficia más de un entorno estable que violento. El despliegue de fuerza del cártel de Sinaloa que superó en armamento y efectivos al Ejército demostró que no estaba debilitado como se pensaba, sino que tienen un control tan absoluto para mantener esa aparente paz», asegura a este diario el investigador Juan Carlos Montero, quien añade que «el narco domina amplios territorios de México con ausencia del Estado, un dominio que tampoco sería posible sin colusión con autoridades al menos estatales y municipales».

El narcotráfico extiende sus tentáculos y recrudece su virulencia: una decena de muertos en emboscadas simultáneas para sabotear un operativo en Ciudad Juárez (norte); siete cadáveres con signos de ejecución abandonados en Jalisco (centro); 15 civiles asesinados en Guerrero (suroeste); 13 policías acribillados en Michoacán (centro). Todo en menos de un mes, un centenar de homicidios diarios en lo que va de año.

El pasado lunes un grupo acribilló a tres mujeres y seis niños al confundirlos con un cártel rival. Las tres camionetas en las que viajaban entre los estados norteños de Sonora y Chihuahua fueron emboscadas, tiroteadas y una de ellas calcinada con dos bebés dentro. El horror, si es que quedan adjetivos para describir el enésimo episodio de violencia, volvió a invadir México. Todas las víctimas pertenecían a una misma familia mormona: los LeBarón.

Bavispe y sus alrededores, donde se ubica la comunidad de la familia LeBarón, registran apenas tres asesinatos en casi tres décadas, sin rastro de alto impacto delictivo en los recuentos oficiales. Esta familia, sin embargo, relató que desde hace una década han sufrido secuestros y asesinatos múltiples. Apenas nueve policías custodian a 4.500 habitantes en ese área y el Ejército tardó más de cuatro horas en acudir a la llamada de auxilio.

discurso de paz / Esa demora volvió a poner de manifiesto la escasa eficacia de la Guardia Nacional (GN), el cuerpo policíaco-militar que AMLO creó como pilar de su plan de seguridad. «Existe una falta de preparación y dispersión en su despliegue territorial», dice a este medio el analista Alejandro Hope sobre la «descoordinación entre organismos e indisciplina en la cadena de mando», así como las dificultades de la GN para cumplir sus tareas de protección cuando se han destinado gran parte de sus elementos a contener el flujo migratorio en las fronteras, tal y como admitió a este medio el teniente Diego Gómez.

«Se trata de un desaprendizaje institucional en cuanto al descabezamiento de grupos criminales», agrega Hope sobre uno de los pocos avances que arrojó la guerra contra el narcotráfico emprendida en el 2006 por Felipe Calderón y perpetuada por Peña Nieto, que se demostró fallida a tenor de unos índices de homicidios que baten récords desde hace dos años.

AMLO ha reiterado su distanciamiento de esa política belicista con un discurso pacificador bajo el lema abrazos, no balazos. No obstante, «tampoco es viable una estrategia conciliadora ante una violencia generalizada con niveles de sofisticación armamentística y bases sociales del narco tan fuertes», dice el profesor de la Unam, Isnardo De la Cruz.

Los numerosos programas sociales -en forma de subsidios en efectivo-, dirigidos sobre todo a brindar oportunidades para los jóvenes y aliviar los nichos de pobreza de los que se nutre el narcotráfico, requieren de una estabilidad en esas zonas para implementarse. Y así salir de un círculo vicioso del que tan solo se podrán medir los resultados a mediano plazo. «Se necesita una política de Estado integral para desenraizar el crimen organizado, además de una reestructuración del sistema penal y resolver el lastre de la enorme impunidad», considera De la Cruz.