La sonrisa beatífica, el acento en las clases desfavorecidas, el arrepentimiento sincero por las barbaridades del imperialismo japonés y la voluntad por aceitar las oxidadas estructuras palaciegas unen al emperador Akihito y al príncipe Naruhito. En Japón aún recuerdan al primero descalzo y arrodillado sobre la colchoneta de un refugio para consolar a las víctimas del tsunami de 2011. Su heredero tampoco parece demasiado fastidiado por el carácter humano que impuso Estados Unidos a los emperadores. La conmoción nacional por escuchar a Hirohito admitiendo que no descendía de los dioses es un eco lejano.

Naruhito sucederá a su padre en el trono del Crisantemo tras su muerte o, si el Gobierno cumple sus insinuados deseos, cuando se modifique la ley que impide su jubilación. La transición no será fragorosa. Akihito, de 56 años, se ha mostrado fiel a los esfuerzos paternos de desacralizar la monarquía hereditaria más antigua del mundo. También ha desposado a una plebeya y ha sido el primero en educarse en familia, sin la corte de educadores, tutores y niñeras que ordenaba la tradición.

El pasado año aludió a la importancia de recordar “de forma correcta” el pasado. Naruhito se refería a los desmanes del imperialismo japonés en el continente que terminaron con la rendición tras las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Su padre se ha esforzado en cauterizar las heridas, aún abiertas en Asia a diferencia de las del nazismo en Europa. La postura de palacio es un saludable contrapeso al nacionalismo del Gobierno desde que lo ocupa Shinzo Abe.

Al príncipe le gusta el senderismo, esquiar, el violín y todo lo relacionado con el medioambiente y los sistemas fluviales. Estudió en la escuela privada Gakushuin, refugio de la aristocracia nacional, antes de partir a Oxford. Allí vivió dos años en un dormitorio universitario con el póster de Brooke Shields en la pared y se fue con un máster por una tesis sobre el río Támesis. Naruhito siempre ha evocado con nostalgia aquella estancia en el extranjero.

Una recepción a la infanta Elena en 1986 inició su tenaz cortejo aMasako Owada. Naruhito se olvidó del listado de 300 de posibles cónyuges elaborado por palacio y focalizó sus esfuerzos en aquella diplomática. Sólo obtuvo el 'sí' tras ocho años de galanteos y dos rechazos. Quizá Masako había escuchado que la emperatriz Michiko, también plebeya, soñaba con ser invisible para visitar las tiendas de libros usados de Tokio. Para quien ha vivido en Rusia y Estados Unidos, estudiado en Harvard, domina cinco idiomas y atisba una refulgente carrera diplomática, un palacio se antoja tan pequeño como asfixiantes sus antediluvianos protocolos. Pero el tiempo y la promesa de Naruhito de cuidarla con todas sus fuerzas vencieron sus recelos.

Depresión sin remedio

La historia carece por ahora de final feliz. El encierro palaciego entre muros de piedra y anchos fosos y su papel de simple consorte la deslizaron hacia la melancolía. Su incapacidad de darle a Akihito un varón para la sucesión agravó el cuadro. Masako sufre depresión desde hace más de una década sin que el ejército de médicos halle remedio. Es tan habitual que Naruhito acuda solo a los actos oficiales que las esporádicas presencias de Masako le roban todos los focos.

Naruhito ha cumplido su promesa. Ha desoído los consejos de repudiarla por el bien nacional, la ha defendido de la prensa que la calificaba de holgazana y en 2004 criticó públicamente a la Casa Imperial por diseñarle una agenda que trababa su desarrollo personal y profesional. Poco después se disculpó aunque subrayó que los deberes reales deberían acomodarse al siglo XXI. Masako nunca ha podido utilizar su experiencia diplomática en la corona.

Señalan los expertos que Akihito heredará el fervor popular paterno y, en cuanto a Masako, señalan a Michiko: aquella princesa doliente y mustia floreció en una emperatriz exuberante, viajera pertinaz y amada por el pueblo.