Cuentan las leyendas bélicas que desde este punto de los alrededores de Moscú, a apenas 20 kilómetros del centro capitalino, las patrullas avanzadas del Ejército de Hitler incluso lograron vislumbrar con sus binoculares, en aquel gélido invierno de 1941, las torres del Kremlin.

Hoy, transcurridas casi ocho décadas de aquel momento, es imposible conceder marchamo de veracidad a lo que pudo ser solo un mito de guerra soviético. Autopistas, megalmacenes Ikea, centros comerciales como Leroy Merlin o Ashan, y elevados bloques de pisos, dotados de ese estilo arquitectónico tan sin sustancia que caracterizó en su día a las construcciones del antiguo bloque comunista, asedian literalmente el lugar, desprovisto ya de toda épica militar.

El memorial Ezhi es, de hecho, una de las primeras estampas con las que se topa el viajero recién aterrizado en Sheremetievo, el principal aeropuerto internacional de Moscú. En medio de aluviones de coches, camionetas y camiones que pugnan por avanzar en el permanente atasco que tapona la carretera de Leningrado en las horas centrales del día, surge, casi como una aparición, un insólito conjunto arquitéctonico compuesto por tres enormes erizos antitanques de color rojo claro y sostenido sobre un suelo de mármol. Su función: inmortalizar el punto de máxima penetración de los soldados del Eje en territorio soviético durante la segunda contienda mundial.

Esculpido en un muro, y con enormes letras, se puede leer el parte de guerra emitido por Sovinformbioro -el conglomerado de medios de propaganda de la URSS que luego pasaría a llamarse TASS- aquel trascendental 6 de diciembre de 1941, día en el que el Ejército Rojo, por vez primera desde el inicio de la guerra, dejó de retroceder. Empleando el pomposo lenguaje de la época, propio de un NODO franquista, el boletín noticioso proclama: "Hoy, las tropas de nuestro frente occidental, tras agotar al enemigo en batallas anteriores, fueron al contraataque...."

Sin declaración de guerra previa

La ocasión, ciertamente, requería de palabras mayores. En mayo anterior, las fuerzas alemanas, sin mediar declaración previa, habían cruzado la frontera común con la intención de asestar un golpe rápido al régimen soviético. En menos de seis meses, tras conquistar mediante tacticas de guerra relámpago una pléyade de poblaciones importantes, como Kiev, Minsk, Odesa o Járkov, y someter a asedio a Leningrado, la segunda metrópoli del país, los nazis se plantaron en los alrededores de Moscú, poniendo en graves aprietos a Stalin y amenazando con provocar el derrumbe total del Estado soviético.

La amenaza que se cernía sobre la ciudad era tan grande que aquel año, el contingente militar que participó en el aniversario de la revolución leninista, el 7 noviembre, fue despachado hacia el frente, situado a tan solo unas decenas de kilómetros de allí, en cuanto finalizó la parada militar en la plaza Roja. La guerra aún duraría casi cuatro años, morirían millones de ciudadanos soviéticos en los meses a venir, pero el ataque-sorpresa planeado por Hitler había sido repelido en los arrabales moscovitas y los invasores ya no se volverían a acercar a la capital soviética.

Khimki es a Moscú lo que l'Hospitalet es a Barcelona. Ciudades-dormitorio habitadas por gentes, en muchos casos venidas de otras partes del país, que van a diario al centro a trabajar y que solo regresan a sus casas al anochecer. Y aqui se detienen las similitudes. Mientras que en la localidad catalana los espacios públicos, los parques, y los lugares de asueto han ido poco a poco ganando terreno a la especulación, en la población rusa, todo hay que decirlo, las cosas están bastante manga por hombro.

Enormes torres de alta tensión surcan sin pudor el degradado espacio urbano, las carreteras que atraviesan la localidad, repletas de baches, muestran años de dejadez y falta de mantenimiento; en algunos casos, las calles interiores de Khimki languidecen sin asfaltar. A modo de ejemplo: ni siquiera existe un paso de peatones digno de tal nombre que permita al viandante acceder al memorial Ezhi sin jugarse la vida. Hay que dar un rodeo, sortear un local de 'Lagmadzho', una popular cadena de comida rápida local, algo así como un McDonalds ruso, y cruzar por una curva donde la circulación es menos densa.

Una vez en el interior la isla-monumento, a salvo ya de la estampida vehicular, llega la sorpresa: los ramos y macetas de claveles allí depositados por los ciudadanos en cada efeméride militar, enormes y vistosos desde la lejanía, son en realidad imitaciones de plástico. La cosa, en realidad, tiene su fundamento: el hollín procedente de los tubos de escape habría aniquilado en cuestión de días todo atisbo de vida vegetal.